El amanecer radiante

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Sus dedos empezaban a congelarse volviéndose de un color morado oscuro. Leona estaba alzándose a través de la dura y helada piedra mientras no perdía la idea de su cabeza. Encontrar a Diana y llevarla a casa.

El aire frío se colaba entre las rendijas que había en su armadura y le llegaban hasta los huesos haciendo que la subida le costara un sobre esfuerzo. En aquel momento, una empuñadura de una espada sobresalía entre la nieve acumulada en el suelo.

Se había sobresaltado la primera vez cuando en su ascenso del monte Targon había encontrado una armadura con un esqueleto en su interior. Ahora al encontrar restos de equipamiento o armas ya no le transmitía ninguna emoción. Su tiempo se agotaba y no podía malgastarlo en sentir emociones por los muertos.

Su pelo color chocolate  ondeaba como un estandarte debido al viento y su armadura grisácea se había cada vez más pesada debido al aire que se congelaba sobre ella. Seguía vislumbrando en su mente la cara de Diana, como un mantra, para no olvidar la razón de su horrible transgresión encontrar a su amiga.

Estaba prohibido para los Solaris subir hasta la cima del monte Targon, y su amiga había corrido hacía ahí al ver la negativa de Leona. La joven se achacaba la culpa de su huida y lo único que podía hacer para enmendarlo era llevarla de vuelta a casa.

Mientras ascendía hacia la cima los recuerdos se colaban en su mente como un torrente de imágenes.

Estaba esquivando con su palo como única defensa los golpes de su contrincante. Fintó para deshacerse de su siguiente golpe y a la vez que le atacaba en dirección a la cabeza Leona se agachó para evitar el golpe. Entonces con un golpe de su estoque de madera le golpeó en la pierna para luego acabar propinándole un golpe en las costillas, lo que hizo que se despistara y ella pudiera darle con el escudo de metal en el pecho, su compañero de prácticas cayó al suelo levantando una ligera nube de polvo.

— Buen trabajo, Leona— dijo su instructora mientras ella ayudaba a su compañero a levantarse del suelo.

La niña hizo una reverencia y volvió a las gradas donde la esperaban sus otros compañeros.

Ella era la menor del grupo, con tan solo seis años había entrado al grupo de los niños avanzados en las artes de la guerra. Al que acaba de vencer le doblaba la edad y el peso, pero su determinación era mucho mayor y eso le había dado la ventaja. Leona soñaba con hacerse la mejor guerrera de los Solaris y así, poder ayudar a su pueblo.

En aquel momento uno de los otros instructores trajo consigo a una niña. Leona la miró curiosa, tenía el pelo blanco como la nieve y las facciones marcadas. Miraba a todos los presentes con odio mientras intentaba liberarse del agarre del hombre que la tenía cogida por uno de los brazos.

(...)

Leona paseaba por los pasillos de la academia, saltando alegremente por haber ganado en los entrenamientos cuando escuchó un lloro detrás de una de las puertas.

La abrió con mucho cuidado y vio una figura que estaba sentada de rodillas con la cabeza entre las piernas. El sonido de los sollozos no se había acallado. La niña se acercó a la figura y se sentó enfrente de ella.

— ¿Qué te pasa?— dijo con una voz infantil.

La niña de antes levantó la cabeza y se quitó rápidamente las lágrimas de la cara con la camiseta. Algún que otro pelo blanco se había pegado a sus mejillas.

— Vete, lárgate.

— No— dijo Leona con convicción.— Quiero ayudar.

— Me han castigado sin comer, y tengo hambre.

Diosas & HeroínasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora