Finifugal: (adj.) odio a los finales; de alguien que trata de evitar o prolongar los momentos finales de una historia, relación u otro asunto de cualquier índole.
O, como detestaba los finales, creaba miles de universos en los cuales vivir.
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Durante el verano, la casa de al lado ─que había estado vacía desde las supuestas vacaciones de la señora Yukino─ volvió a abrir sus postigos verde musgo. El aire renovó el ambiente, que en opinión de Tobio, debía estar impregnado con el olor a muerte de la finada mujer; la cual yació al pie de las escaleras hasta que algún vecino preocupado fue a alimentar a los perros ─que la ingrata se había marchado sin llevarse a los pobres animalitos.
El cusco negro al que la mujer llamaba Confite dormía a los pies de Tobio desde entonces.
Lo primero que hicieron los nuevos vecinos fue colocar cortinas blancas que ondeaban al compás del viento durante toda la tarde. Confite les labraba cada vez que salía al patio, y Tobio se preguntaba qué pensaría el perro.
Se veían como fantasmas, en su opinión; pero no era cuestión de exigirle a la familia que las quitaran.
En el complejo de viviendas en el cual habitaban los Kageyama no había ni muros ni vallas entre las casas. Una tira de pasto los separaba entre sí, y la ventana de Tobio daba a la de una habitación de la casa.
Tobio era más bien ermitaño, y como su mejor amigo, Hinata, se había marchado a la costa con sus padres, se la pasaba encerrado en el cuarto de dos por dos, con la mirada clavada en la ventana. A las tardes, cuando el sol lo achicharraba, debía bajar la persiana americana, y si quería ver algo, no le quedaba de otra que echarse a un lado de ella y crear una ranura con sus dedos.
Pasaba largas horas asomado allí, siendo testigo del acarreo continúo: era una mujer y un chico. Madre e hijo, de seguro. Ella, divorciada, porque usaba el cabello muy corto ─y no sabía si era un patrón, pero cuando el novio de su hermana y ella lo dejaron, Miwa se dejó el pelo sobre el hombro.
Tenerlos allí le prohibía pasearse semidesnudo en el cuarto con la persiana levantada ─o afuera; pues si Confite rascaba la puerta a las cuatro de la mañana en señal de que quería salir a hacer sus necesidades, Tobio no podía ignorarlo. Tenía un corazón y latía por su pichicho, pero jamás se había planteado la idea de colocarse pantalones para ir hasta al jardín trasero.
La privacidad se había terminado, la amenaza de los vecinos comenzaba a palpitar.
Se dijo que no podía ser tan paranoico, porque a nadie le importa tu vida, Tobio; pero era difícil creer eso cuando, cada vez que formaba la ranura, los ojos oscuros del vecino apuntaban en su dirección, con la consciencia de quien sabía que era una molestia ─y se alegraba de ello.
Tobio, no.
El muchacho escuchaba música en un idioma que Tobio no conocía, y para colmo, debía de ser sordo, pues era tan estridente que sonaba dentro de las paredes de su habitación como un constante pun pun.
Tras exhaustivas búsquedas de lo sus oídos captaban, se enteró de que el español era todavía más complicado que el inglés. Cerró las pestañas y se prometió no volver a quejarse de la materia que tantas veces se había llevado.