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—El chico puede parecer joven pero es fuerte. Mire, pura fibra. Puede trabajar como nadie, y es lo suficientemente listo para aprender todo lo que se le enseñe.

—Mm, no estoy muy seguro. Está demasiado delgado. Habrá que alimentarle y no es improbable que colapse apenas comience la faena.

—Sesenta monedas y es suyo.

—Treinta…

—Teníamos un trato. El chico es lo que buscaban. No hallaran algo mejor en la ciudad, ni más barato.

—Cuarenta y cinco monedas…

—De acuerdo.

De esta manera, como ganado pasado de mano a mano, Seokjin siguió a su nuevo patrón, alejándose por el camino sin volver la vista atrás. El hombre que lo había vendido era el bedel del orfanato y no era un secreto lo que acababa de ocurrir; es más, ocurría con frecuencia desde que la guerra había comenzado; muchos chicos que alcanzaban la mayoría de edad eran enviados al frente de batalla o vendidos para tareas de diferentes clases, a veces en grupo, a veces solos. Esta vez la transacción se había hecho a las afueras de la ciudad. El hombre con quien el bedel había regateado parecía de buena clase; evidentemente era un empleado de una casa rica, ya que ningún noble se tomaría la molestia de presentarse personalmente para comprar un sirviente. Le daba igual. Sabía que a partir de ese día trabajaría hasta que el último de sus huesos se quebrase en todo lo que le mandaran, cualquier cosa que fuera. Eso estaba asegurado. No tenía familiares a quienes recurrir, ni un sitio a donde ir. Por lo menos esperaba que fuese un trabajo decente, aun cuando fuese duro. Al parecer la persona que le había contratado deseaba unas características específicas. La primera vez que lo oyó se temió lo peor; siempre se hablaba con temor de la esclavitud sexual y los burdeles llenos de jovencitos perdidos. Pero al parecer no era el caso. Además, Seokjin distaba mucho de ser sexualmente atractivo. Era delgado y no demasiado alto a pesar de estar ya en la mayoría de edad. Su pelo negro era común, lacio y sin ninguna forma, cortado con poco entusiasmo por el barbero del orfanato un poco más debajo de las orejas, su piel era demasiado pálida y su único ojo sano era castaño, con una serie de rebeldes manchitas verdes que apenas se notaban, ya que solía mantener la mirada en el suelo cada vez que alguien se acercaba. Tampoco hablaba mucho y eso no ayudaba a crear mucha atracción entre la gente, pero así estaba bien. No recordaba ninguna época en la que se sintiera cómodo con la gente; los demás seres humanos le daban miedo. El único al que recordaba con menos temor era a su padre, aun cuando en una borrachera le lanzara una botella a la cara, dejándole ciego de un ojo. Él no podía recordar los detalles de lo que había ocurrido, solo sabía que su padre lloraba, pidiéndole perdón bajo la lluvia mientras le entregaba en la puerta del orfanato, diciéndole que allí estaría mejor que con él. Cuando le vio marchar supo que ya no le pertenecía a nadie, que estaba solo en el mundo, y a pesar de su corta edad, entendió que el dolor a veces puede ser tan grande que te deja sin palabras. Desde ese día había aprendido a sobrevivir entre las paredes del orfanato, a adaptarse a la jerarquía de los demás niños, a obedecer las ordenes que venían de arriba, pero a no dejarse ver débil, mantener un bajo perfil, pero pelear y defenderse si era atacado. Después de un par de buenas peleas, donde demostró que aunque era pequeño no era frágil, le dejaron en paz, tanto que pudo dedicarse con gusto a lo que más amaba: la lectura. Y al cuidado de los animales de la granja. Tenía buen trato con los cerdos y las gallinas que había en la parte de atrás de la gran casa para consumo y venta del orfanato. También había un huerto y Seokjin solía ayudar allí con frecuencia. Por las noches leía los viejos libros de la biblioteca una y otra vez. Así había pasado los últimos ocho años, en sus tareas, silencioso, queriendo voluntariamente apartarse del trato de los demás. Y así se sumergía en su nuevo destino, en silenciosa aceptación.

-Kookjin-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora