6. Una morada amiga

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Los siguientes días transcurrieron sin sobresaltos. El grupo se levantaba temprano y caminaba hasta que el sol desaparecía en el horizonte, pues creían peligroso continuar la marcha en la oscuridad. Avanzaban rápido, aunque no tanto como su líder hubiera deseado, sabía que no debían cansar demasiado a los ponis, tenían muchas jornadas por delante hasta alcanzar aquella olvidada montaña.

El paisaje que se extendía a su alrededor era árido. La tierra por la que caminaban era seca y no dejaba brotar más que descoloridos matorrales llenos de ramas secas que crujían a su paso. Grises y afiladas rocas aparecían de vez en cuando salpicando aquel terreno, dispersas, como si hubieran caído del cielo en alguna caprichosa tormenta de piedras. Algunas de ellas habían servido como refugio para los enanos, pues no había mucho más donde para ocultarse en aquellas tierras desiertas.

Tras el incidente con los olifantes el grupo sólo contaba con doce ponis y el caballo de Iriel, por lo que siempre había dos personas que debían compartir su montura. A pesar de que habían decidido turnarse, Bilbo era uno de los que solía ofrecerse voluntario para cabalgar sobre el caballo de Iriel. Su amistad había ido creciendo día a día, el resto de los enanos la atribuían a la peligrosa experiencia que habían compartido y al hecho de que ambos pertenecieran a la misma raza, pero la verdadera razón de esta sincera amistad era el secreto que ambos protegían.

La marcha era más agradable cuando era amenizada por las historias de los enanos. Kíli y Fíli acostumbraban a narrar sus delictivas aventuras, siempre asegurándose de que su tío no les escuchara. Bofur también aprovechaba cualquier ocasión para adornar historias cotidianas con divertidas anécdotas. Iriel cada vez se sentía más a gusto entre aquellos enanos, les escuchaba siempre que tenía ocasión, aunque rara vez participaba en las conversaciones. Le resultaba difícil mantener una voz falsa durante mucho rato. Con el único con el que se permitía conversar era con el hobbit, además como casi siempre caminaban en la retaguardia, si la joven cometía algún error no era descubierto por el resto del grupo.

Aquel día había oscurecido antes que los demás a causa de las nubes que cubrían el cielo. Sólo hacía un par de horas que habían dejado atrás el mediodía, pero bajo aquel cielo gris parecía que se encontraran en las últimas horas de la tarde. Una fina y molesta lluvia empezó a caer sobre ellos. La temperatura no había cambiado, pero la lluvia continua estaba empezando a enfriar sus cuerpos. Poco a poco su intensidad fue creciendo. Todos intentaron refugiarse bajo sus capas, sin mucho éxito. Bombur y Dori comenzaron a estornudar y el viejo cuerpo de Balin temblaba a pesar de que compartía montura con Thorin. El rey enano miró a Dwalin, quien cabalgaba a su lado. También se había percatado de los esfuerzos de su hermano por protegerse del frío y la lluvia.

—Nos detendremos hasta que la lluvia cese —anunció Thorin girándose hacia el resto del grupo.

—A juzgar por la posición de las nubes, no creo que tarde mucho —pronosticó Balin.

—En ese caso nuestro descanso será breve. Pararemos igualmente.

Balin asintió con agradecimiento hacia Thorin. La edad estaba pasando factura a sus huesos.

Intentaron resguardarse entre las rocas. Las cornisas que sobresalían no eran demasiado amplias, así que todos tuvieron que apretujarse para que la lluvia no les alcanzara. No había refugio para los animales, así que los pobres quedaron amarrados a cierta distancia del grupo, a merced del llanto de las nubes. Lejos de aminorar, unos intensos truenos se apoderaron ahora del cielo, haciendo que la lluvia arreciara todavía más. El cielo cada vez se mostraba más oscuro, sólo algún relámpago lejano conseguía iluminarlo un instante. Si hubieran tenido más espacio, de buena gana habrían encendido un fuego para calentarse. Ahora sólo les quedaba esperar a que pasara.

Una identidad inesperada - HobbitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora