Capítulo 3

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Attenery observó la gran mansión que tenía delante.

Durante mucho tiempo había pasado horas y horas en seguir la pista a Aday y en conocerlo lo mejor posible, pero no fue hasta ese momento cuando se percató de que no había visto jamás la casa que tenía junto al mar Mediterráneo. La mayor parte del año residía en Madrid, por sus negocios, y apenas pasaba tiempo en el litoral, por lo que aquella mansión había sido totalmente ignorada por la prensa.

¿Voy a vivir aquí?, pensó mirando la casa con los ojos desorbitados.

Aday la miró con una sonrisa burlona.

— ¿Qué te pasa? ¿Esperabas algo mejor? —preguntó con sarcasmo.

Attenery se giró para mirarlo con intensidad.

— ¡No! No… Esto es… ¡Por Dios! ¿Viviremos aquí? —preguntó todavía en estado de shock.

Aday alzó las cejas, sonriendo con satisfacción.

— Por el momento, sí —se dirigió al chofer—. Lleva las cosas de la señora adentro y avisa a José y a Margarita de que ya estamos aquí.

Con una impecable inclinación de cabeza, el chofer asintió y se dispuso a obedecer las órdenes de su patrón.

Aday giró la cabeza y clavó los ojos en Attenery, quien seguía admirando la gran mansión que se alzaba imponente ante ellos.

Su aspecto era realmente desastroso. Parecía que acababa de disputar una batalla a muerte: su pelo enmarañado le caía sobre la cara; el vestido, arrugado y con el ruedo sucio, pedía a gritos un buen lavado y en la mano derecha sujetaba el velo, hecho un ovillo. Obviamente la elegancia no era una de las virtudes de su esposa, pero su tía se encargaría de eso. Nadie como ella para convertir en dama a cualquier mujer por muy difícil que fuese.

Aday se percató en de que los labios de Attenery estaban hinchados y más carnosos de lo habitual, gracias a sus besos, y sonrió con satisfacción al recordarlo. Tendría que enseñarle muchas cosas a su nueva esposa pero, sin duda, disfrutaría de ello.

— No pensé que te impresionaría tanto… —dijo alzando la ceja derecha.

— Parece irreal… es preciosa.

— Lo sé. Por eso la compré… —sonrió con arrogancia.

— Es muy grande. ¿Para qué necesita una casa tan grande si apenas pasa tiempo en ella? —preguntó con curiosidad.

— Simplemente porque me gustó. Y porque tengo el dinero suficiente como para darme todos los caprichos que quiera…

Attenery frunció el entrecejo.

— Ya que presume tanto de sus poder económico… Podría hacer alguna obra de caridad ¿no cree?

Aday esbozó una sonrisa burlona.

— Lo tendré en cuenta, princesa.

Attenery siguió mirándolo con intensidad. Odiaba como utilizaba el término «princesa» con aquel tonito burlón. Hubiese sido diferente si lo dijese con cariño. ¿Llamaría a Astrid de algún modo cariñoso? ¿Cómo? ¿Tesoro? ¿Cariño? ¿Mi amor? ¡Agrrr! Aquello era demasiado para ella. No podía soportar ni siquiera pensarlo. Ahora Aday era su marido. Suyo y de ninguna otra. Y todas las mujeres que habían puesto los ojos en él tendrían que mantenerse alejadas. Incluida su amante, fuera quien fuese.

La puerta principal se abrió de pronto y un hombre y una mujer uniformados salieron a recibirlos. Aday tomó a Attenery del brazo y la guio hasta los empleados.

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