Capítulo 1

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   Todavía no podía asimilar lo acababa de escuchar, pero de pronto una furia asesina se apoderó de él. Acababan de dejarlo plantado.

Aday Loarte miraba atónito a Rafael Mengod y a su esposa Emma, los abuelos de la mujer que se había atrevido a rechazar su propuesta de matrimonio. ¿Pero quién se creía que era para dejarlo plantado como a un imbécil?

–Señor Loarte, podemos asegurarle que nuestra nieta jamás se había comportado de este modo… –se excusó la anciana.

Se trataba de una mujer de unos 74 años y cabello corto y canoso. Sus cejas eran poco pobladas y sus ojos, negros y profundos. Su voz sonaba grave y llena de autoridad. Aday supuso que poseía un fuerte temperamento. Era una mujer alta, delgada y sin duda habría atraído la atención de muchos hombres en su juventud. Llevaba puesto un inmaculado vestido marrón y lo miraba con gran intensidad, tensando la mandíbula con cada palabra que pronunciaba.

–Siempre ha sido una niña muy educada y decente… –prosiguió visiblemente incómoda ante el semblante frío y serio de Aday–. Su abuelo y yo podemos entender que haya decidido rechazar su propuesta de matrimonio, aunque bien sabe Dios que no compartimos su parecer, pero el hecho de no comunicárselo en persona…

–Es una completa grosería. –espetó Aday sin miramientos.

–Efectivamente…–corroboró el señor Mengod avergonzado–. Una grosería. Sin embargo no crea que esta situación nos agrada a nosotros más que a usted. Le aseguro que mi nieta habrá tenido sus razones para rechazar su oferta y no estar aquí frente a usted para compartirlas con usted. Attenery no es ninguna niña caprichosa o impulsiva.

–Vaya… ¿debo tomarme eso como un consuelo? –preguntó Aday en tono burlón.

–No. –espetó el anciano con rudeza–. Simplemente estoy tratando de explicarle cómo es mi nieta. Para mi esposa y para mí, la llegada de Attenery a nuestras vidas fue un soplo de aire fresco. Ella acababa de perder a su madre, que murió de cáncer, y nuestro único hijo varón, su padre, huyó con una mujer dejándola a ella y a sus hermanas solas y desamparadas.

Attenery y mis otras dos nietas han vivido con nosotros desde entonces y a pesar de ser unos ancianos, siempre les hemos dado la mejor educación e inculcado buenos modales. Es inteligente, decidida, sincera, tiene un gran corazón y posee un gran sentido de la lealtad, no como otras de hoy en día.

Sin saber porqué, Aday presintió que el anciano que tenía en frente había utilizado la palabra «otras» para incluir a una hermosa malvada llamada Astrid. Frunció el ceño ante aquel atrevimiento.

–Si su nieta posee tantas virtudes, ¿por qué rechaza entonces casarse conmigo? –Sabía que sus palabras sonarían arrogantes, pero le importaba un cuerno–. Cualquier mujer con un mínimo de inteligencia habría aceptado de inmediato.

–Precisamente. – lo interrumpió una joven que acababa de entrar por la puerta del modesto salón–. Mi hermana es demasiado inteligente  como para aceptar su propuesta.

Aday clavó sus ojos en aquella muchacha insolente que lo desafiaba con la mirada. Sintió un destello de burla en sus ojos marrón oscuros. Era hermosa, muy hermosa. No pudo evitar preguntarse por qué, siendo su hermana, Attenery no poseía aquella belleza y sensualidad.

Karen, la mujer que tenía en frente poseía unos rasgos bellos y delicados. Era alta, delgada, de piel dorada y tenía unos labios carnosos que resultaban realmente tentadores. Poseía una figura despampanante y estaba seguro de que estuviese donde estuvieses, nunca le faltaría atención masculina.

–¿Qué me quiere decir con eso? –preguntó Aday alzando una ceja.

–No sé en que frívolo mundo vive usted, señor Loarte, pero en el que mi hermana y yo vivimos, un hombre no se presenta en casa de una mujer sin siquiera conocerla o haber cruzado más de dos palabras con ella para proponerle matrimonio. Se necesita tiempo para conocer a una persona y poder considerar la idea de casarse. Debe admitir que ha apresurado demasiado las cosas.

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