Capítulo 7

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Rebeca abrió la puerta de la gran mansión y Attenery se adentró en ella. Eran las dos de la madrugada y la oscuridad lo inundaba todo, a excepción de recibidor, iluminado por la tenue luz de una lámpara.

—¿Qué haces despierta a estas horas? —preguntó Atty, sorprendida, mientras le entregaba la chaqueta.

—No podía dormir. Además, estaba preocupada por usted y su marido —respondió Rebeca.

Al oír aquello, Attenery la miró sorprendida.

—¿Mi marido? ¿Aday todavía no ha regresado? —preguntó.

Rebeca negó con la cabeza y Attenery frunció el ceño, molesta. Había llegado tarde a propósito para enfurecer a Aday y darle un escarmiento, para demostrarle que no lo necesitaba para divertirse y para dejarle claro que él no era el dueño de su vida. Pero el muy desgraciado llegaba incluso más tarde que ella. La joven inspiró aire con fuerza y trató de tranquilizarse.

—No se preocupe, seguro que no tardará en llegar —se aventuró a decir Rebeca.

Atty la miró y exhaló un largo suspiro, segura de que aquella afirmación no era verdad. Lo más probable era que regresara de madrugada. De pronto, recordó lo que había sucedido aquella misma tarde.

—Rebeca, quería pedirte disculpas por el modo en que mi marido se dirigió a ti esta tarde. No tenía ningún derecho a levantarte la voz de ese modo ni a ser tan grosero.

—No se preocupe —le sonrió con ternura—. Lo que pasa es que su marido tiene un carácter muy fuerte y no sabe controlarlo bien cuando se enfada.

—Eso no justifica su grosería.

—Señora... Perdón, Attenery —se corrigió al advertir la mirada recriminatoria de su jefa—. De verdad que no tienes que disculparte conmigo. No debí entrar sin avisar.

—Aday se ha portado muy mal contigo y, aunque sea tu jefe, no deberías permitírselo —le dijo seriamente—. ¿Por qué siempre tratas de justificarlo?

Rebeca se sintió incómoda ante la pregunta.

—Simplemente creo que en el fondo es una buena persona, es solo que no deja que lo veamos. Prefiere hacernos creer que es un ogro y aislarse de todo el mundo, porque le da miedo encariñarse con las personas. O, al menos, eso fue lo que me dijo Rosa —explicó.

—Sí, eso es exactamente lo mismo que creo yo. Pero a veces no puedo evitar pensar todo lo contrario —suspiró con amargura—. En fin, me voy a acostar. Seguramente Aday no llegará hasta muy tarde y, sinceramente, prefiero no pensar en su posible paradero.

Tras esbozar una fingida sonrisa, Attenery subió a su habitación ante la triste mirada de Rebeca. Solo le quedaban tres meses. Después tendría que irse de aquella casa y alejarse de su hijo para siempre. No se creía capaz de hacerlo, pero no le quedaba otra opción. Su hermana la había amenazado con revelar su identidad a Aday y eso no podía permitirlo porque sabía que el día en que su hijo supiera quién era ella en realidad la odiaría, y Rebeca prefería disfrutar de él tres meses y después irse sin tener que soportar la mirada llena de rencor de Aday. Y, mucho menos, quería remover el pasado y el dolor de su hijo. Para él, su madre estaba muerta y así seguiría siendo.

Se frotó los ojos para impedir que las lágrimas aflorasen y, a continuación, se dirigió a su habitación sabiendo que no podría conciliar el sueño hasta que su hijo regresara.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Charlotte permanecía sentada en su cama, mirando a Aday con una sonrisa provocativa. Se había quitado la falda y ahora solo permanecía cubierta por una camiseta.

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