Capítulo 20

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Siempre era así, no había una sola noche en la que la ciudad se quedara quieta y tranquila; los ruidos provenían de todas partes. Incluso los fuertes ronquidos de César lo alertaban, había llorado demasiado, pero por suerte se había calmado y dormido, no entendía por qué extrañaba tanto a ese muchacho, quizá...
César no podía quedarse en su casa, tanto trabajo le había costado ganarla, ¡no pensará que viviría con él! O al menos, no gratis, tenía la solución perfecta. Al amanecer despertó al chico, que había dormido en el sofá, y lo invitó a desayunar.
—César, sabes que no puedes quedarte aquí —dijo impactando al pobre chico.
—Pero no tengo a dónde ir.
—Lo sé. No te quedarás aquí... Gratis. Tendrás que trabajar.
—Ese no es problema —se alegró. Trabajar no significaba algo terrible, lo había estado haciendo desde pequeño.
—Me alegra escuchar eso. "El Jefe" no te querrá devuelta, así que tenemos que buscar una forma de buscarte clientes.
—¿Qué?
—Lo que oíste. Termina, será mejor empezar temprano —César estaba turbado, no entendía a dónde quería llegar Esteban.
—¡No quiero ir a ese lugar! La última vez...
—No irás. Nos las arreglaremos aquí de una forma u otra.
—Pero creí que... Que iríamos con Omar o...
—¿Crees que este lugar se mantiene con un miserable pago de albañil? Vamos.
—Ya te dije que no quiero ir, no voy a ir.
—Entonces, ¿de qué forma piensas vivir? No tienes ni donde dormir.
—Pues hay otras formas —tartamudeaba y no sabía qué responder. Esteban tenía razón, pero nada sería peor que tener que volver a salir con un tipo de esos.
—¿Qué otras formas? —arremetió Esteban. —Esa maldita empresa no es la única que existe, pero como no quieres ir podemos sacar dinero por nuestra cuenta.
—¿Cómo?
—Hay muchas cosas que ignoras siendo todavía un ranchero ignorante. A diferencia de ti y de mí, hay muchos hombres que quieren mantener escondidas sus preferencias, pero como eso no les hará tener sexo, deciden ir en busca de muchachos ingenuos, o bueno, no tan ingenuos.
César seguía turbado, no entendía nada de lo que Esteban hablaba, pero sabía que no sería algo bueno.
—Van a estos lugares y oscuros pero muy concurridos donde pueden encontrar un buen rato de placer. Tú trabajarás en uno de estos lugares.
—No quiero.
Apenas César vio cómo una imagen borrosa se movió hacia él y más tarde una gran fuerza oprimía su garganta. Había cerrado los ojos de la impresión, pero apenas los pudo abrir de nuevo, lleno de lágrimas, pudo ver la cara de Esteban frente a la suya, una cara llena de venas y de un tono más rojizo. Se centró en los ojos, esos ojos que lo miraban con un rencor que no podía comprender.
—Escucha, imbécil. En mi casa no voy a tener a mantenidos, si quieres comida, trabajarás. Si quieres bañarte, trabajarás. Si quieres una pared en la cual refuguarte del frío, trabajarás. Nada de esto se paga sólo con respirar, así que más te vale hacer algo de provecho si no quieres que te corra de mi casa. Y date cuenta de lo mucho que hago por ti, al permitirte quedarte.
Después de desahogar su furia soltó a César, el cual se arrodilló tratando de jalar un poco de aire a sus pulmones. Mientras tosía trataba de entender el comportamiento de Esteban, pero al subir el rostro y ver aún la furia del imponente hombre supo que no necesitaba comprender nada. Esteban estaba actuando por su propia cuenta, no había nadie atrás que lo obligara. Si algo había aprendido de sus padres y de sus amigos del pueblo era a seguir firme en sus ideas, en hacer lo que su corazón le dijera, aunque no siempre podía expresarlo. Una oleada de valar, y estupidez, le invadió, se levantó con los puños cerrados y viendo fijamente al músculoso chico le gritó:
—¡No pienso vivir junto a un imbécil!
Esteban se sorprendió ante ese arranque de valentía, pero no dejó que su rostro lo delatase. Continuó firme en su lugar, sin moverse, esperando el siguiente movimiento de César; lo único que hizo éste fue ir hacia la puerta, abrir y desaparecer del deparmente dejando sólo el eco de un portazo.

Aunque la valentía se reducía con cada paso, César no pensaba rendirse antes. Por primera vez desde que había puesto un pie en la endemoniada ciudad sabía qué hacer. Iría al antro en el que trabajaba Pedro, le costaría mucho trabajo, pero confiaba en que lo encontraría. Hablaría con el dueño y le pediría trabajo, con suerte conseguiría una cómoda cama, comida y algo de dinero extra, aún no sabía que hacer después, pero ese era el primer paso y no desistiría.

Después de tres horas de hacer vergonzosas preguntas a los transeúntes, que de vez en cuando le daban una mirada de repulsión, pudo llegar al bar. No se había dado cuenta de lo extraño que se veía siendo de día, las opacas luces que en la noche formaban un arcoiris estaban tan opacas y los hombres que usaban pelucas se adoptaban una silueta deforme. Tocó la puerta y un chico igual de fornido que Esteban pero menos atractivo acudió a su llamado, le explicó sus planes y el chico sin dudar lo hizo pasar. Pudo ver cómo demás chicos preparaban el lugar para aparentemente abrir en un rato, el chico lo condujo por un estrecho y oscuro pasillo hasta una puerta que estaba en el fondo. César tuvo que esperar un rato mientras su compañero entraba al cuarto a hablar con alguien a juzgar por las voces, cuando salió le indicó a César que entrara. Dentro, no había más que paredes vacías, un pequeño buró con botellas y vasos, el escritorio y un hombrecillo esbelto. En cuanto entró la puerta detrás de él se cerró y notaba la mirada del extraño hombre sobre él.

—Buenas tardes, muchacho. Siéntate, por favor —este hombre tenía un cigarrillo entre sus dedos, no era un cigarro común, despedía un olor más fétido. —Ángel me contó que estás aquí por trabajo.
—Así es, señor.
—Lo siento, muchacho. No puedo hacer nada por ti, todos los puestos están ocupados.
—Señor, no creo que tenga todo cubierto, debe haber algo que no pueda hacer y yo, con gusto, lo hare. —empezó a rogar César.
—Está bien, muchacho. Se ve que tienes ganas de trabajar y por tu complexión, veo que has trabajado duro. Cuéntame, ¿qué sabes hacer? —César empezó a contarle un poco de su trabako en el rancho y lo que hizo cuando llegó a la ciudad, sin embargo, eso era lo que menos le importaba al dueño, lo único en lo que ponía atención era en la figura de César; tan atractivo, tan tímido, pero sobretodo tan varonil. Sabía que no era facil encontrar hombres tan viriles en la ciudad, qué suerte encontrar alguien del campo que con tanto trabajo duro unas buenas horas de sexo serían nada para él, esta era su oportunidad y tenía que aprovecharla.
—Muy bien, muchacho, me parece muy bien; excelente. Me convenciste, aquí tendrás todo lo que pides, no eres el primer chico que llega así de desesperado. En cambio, debes saber que esto no será gratis.
—Lo sé, señor. —El hombrecillo se levantó, dio la vuelta a su escritorio, caminó hacia César. Lo acechaba, comenzó a girar sobre el joven, se puso a espaldas de éste y empezó a sobar sus hombros, con esas manos que resultaban tan repulsivas para César.
El muchacho hizo lo posible para no expresar su asco, mientras el dueño seguía moviendo sus dedos en círculos encima de sus hombros.
—Se nota que eres fuerte, sin duda harád un buen trabajo atendiendo mesas, pero dime... ¿Serás bueno atendiendo a tu jefe?
—Le aseguro que haré un buen trabajo, señor.
—Lo sé, muchacho. Lo sé.
El apestoso hombre siguió dando inhaladas de aquel maloliente cigarrillo; al dar la última puso el resto sobre su buro y comenzó a acariciar su entrepierna, la cual se había puesto extremadamente dura. César seguí sentado, completamente nervioso, con la miraba fija al frente, no sabía que hacer. El hombre desabrochó sus pantalones y sacó su dura erección, un olor repugnante inundó la habitación, era un olor diferente al del cigarro. El hombrecillo se aproximó tanto a la espalda de César que su pene pudo rozar la nuca del joven, el cual inmediatamente sintió una oleada de repulsión en todo su cuerpo, por lo que se levantó rápidamente y escapó.

Corrió, corrió tan rápido como pudo mientras escuchaba tras de sí un "no vuelvas más por aquí, puto". Los demás trabajadores lo miraban con sorpresa, pero no lo detuvieron. Salió a la calle, asqueado, toda la valentía se había esfumado y ahora se percataba de lo impulsivo que había sido. Se había dado cuenta de que el lugar en el que estaba era el sitio en el que estaba condenado a vivir, una vez más, las calles se convertían en su refugio.

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