—Nos van a matar a todos —opinó la mujer que estaba a mi lado mientras que con sus ojos verdes observaba con indiferencia a los dos milicos que custodiaban a las cincuenta mujeres que nos encontrábamos en uno de los camarines del Estadio Nacional.
Resoplé acomodando mi cabeza en la pared fría mientras intentaba no pensar en la noche tan larga que habíamos tenido donde nos habían separado a los hombres de las mujeres y nos habían instalado en un camarín que tenía espacio para quizás treinta personas, sin baño alguno y sin agua ni comida.
Nos había tocado dormir en el suelo sintiendo cómo nuestros miedos cobraban vida entre las sombras de la noche, los sollozos y lamento de muchas, y los gritos desaforados de algunas asegurando que no tenían nada que ver con el partido ni mucho menos con lo que sucedía.
Aquella amalgama de pesadillas cobrando vida, hicieron que nadie pudiese dormir porque a nuestros verdugos les parecía gracioso escuchar nuestros lamentos y advertirnos que estaban preparados para disparar en cualquier momento.
—No nos pueden matar a todos, somos muchos —aseguró otra que se encontraba embarazada y que tenía sus rodillas flexionadas sobre su cuerpo como si intentase ocultarse de la escena que estábamos viviendo.
Sus largos cabellos castaños caían en su rostro dándole una mirada llena de inocencia, lo que me aseguró que ella no podía ser parte del partido y solo había estado en el lugar equivocado.
—Nos matarán —reafirmó la de ojos verdes y cabello negro azabache mientras su piel impoluta marcaba cada una de sus facciones serias.
No debía tener más de veinticinco años pero su ceño fruncido la hacía ver mucho mayor, aunque después de la noche que habíamos vivido parecía que todas hubiéramos envejecido décadas en tan solo un día.
La mujer de cabellos castaños prefirió hacer oídos sordos y acariciar su vientre mientras yo solo intentaba no perder la cordura ante todo lo que estaba sucediendo.
Si Ro estuviese conmigo hubiera intentado armonizar el momento con algún chiste o lo primero que le viniera a la cabeza porque ella tenía esa capacidad innata de lograr que cualquier cosa no fuese tan mala a través de sus palabras y su carisma, sin embargo, también agradecía que ella no estuviese aquí, ya que me daba cierta esperanza de que se encontrase detrás de la cordillera, a miles de kilómetros del mundo en problemas en que me encontraba, siendo protegida por el partido en Buenos Aires o en Córdoba con sus caballos.
Sonreí ante aquella idea mientras a mi mente venía aquel recuerdo de ella montando con sus cabellos tocando el cielo y su mirar seguro que era capaz de poner de rodillas a cualquiera.
Suspiré intentando que mis lágrimas no se expresaran porque no quería darles el gusto a aquellos cobardes de destrozarme el alma, pero mi intento fracasó en el preciso momento en que los recuerdos fugaces de hace dos noches resurgieron en mi piel y Rosario se hiciera más que necesaria a mi lado ya que sus abrazos hubieran podido calmar todos mis demonios.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó la chica de ojos verdes a la embarazada que aún se encontraba recostada en el piso mientras sus ojos oscuros se posaban temerosos en aquello voz firme que parecía ser más valiente que todas las que nos encontrábamos en los escasos metros del camarín.
—Mi marido pertenecía al sindicato de la empresa en donde trabajaba, pero él jamás estuvo metido en nada relacionado con política —aseguró a lo que la mujer solo rio ladeando la cabeza por cómo la chica defendía el hecho de que no tenía nada que ver con los comunistas como nosotros.
Aquella afirmación fue la chispa que desató la ola de historias sobre cómo un poco de mala suerte había hecho que muchas llegasen a este lugar.
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La despedida
Ficção HistóricaFernanda Abarca no sabía que su color favorito pasaría a ser el tono azulado de esas pupilas salvajes hasta que conoció a Rosario Peralta. Tampoco sabía que Argentina se quedaría con una gran parte de sus recuerdos mientras que su tierra no dudaría...