Capítulo 40.5 | Santi

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La moneda entre mis dedos paseaba con una rápida armonía por las cuerdas metálicas de mi guitarra eléctrica.

Durante toda mi vida, la música había sido el método más efectivo para desestresarme y aliviar un poco el dolor —cuando llegaba a sentirlo—. Mis manos se movían solas, hasta que identifiqué que involuntariamente estaba tocando Sugar We're Going Down, lo cual me resultó curioso. Esa misma canción era la que tocaba en mi habitación cuando María Jesús salía con Matías. La tocaba con ganas y lleno de sentimientos que mucho después identifiqué como celos. A lo mejor la razón por la que tocaba esa canción ahora era porque la había perdido otra vez.


«Soy solo una marca en el poste de tu cama

Pero tú eres solo una línea en una canción»


Durante la madrugada había experimentado un conjunto indescifrable de emociones, de las cuales pude identificar apenas una: rabia. Me llenaba de rabia que ella tuviera que irse, que tuviera que dejarme, que tuviéramos que renunciar a lo que teníamos, pero ¿cuál era la otra solución? ¿Abandonar las cosas por las que habíamos luchado?

Después de dejarla en casa de los Righieri y llegar a la oscuridad de mi nueva casa, la culpé por todo. La culpé por cada vez que me miró, que me sonrió, que se sonrojó, que pronunció mi nombre. La odié por cada segundo que me amó, porque me hizo amarla de vuelta. Ahora que ella no estaba conmigo, me había convertido en un recipiente vacío.

Dejé la guitarra a un lado y me acosté en mi cama, sintiéndome más pesado que nunca. Estaba a punto de amanecer y no había podido dormir ni siquiera cinco minutos. ¿Cómo podría? Si en pocas horas ella se iría. Me dejaría.

Lo peor de mi situación era que me había estado preparando para este momento durante semanas. Me había mentalizado que este era el mejor final que podíamos tener, que lo maduro era dejarla ir feliz y tranquila, apoyando sus sueños como ella había hecho conmigo. Sin embargo, cuando llegó el momento de decirle adiós, toda mi preparación se fue al carajo. Hasta le había suplicado que se quedara conmigo.

Poco a poco mi habitación fue iluminándose, delatando que estaba amaneciendo. Abatido, decidí tomar una ducha esperando que eso pudiera quitar un poco la sensación de fatiga y hastío que se había apoderado de mi cuerpo. Para mí sorpresa, bañarme me ayudó a sentirme un 2% mejor.

Observé en el espejo el tatuaje en mi pecho, preguntándome si en algún momento de mi vida me arrepentiría de habérmelo hecho. Negué con la cabeza y me reprendí por tan solo pensarlo. A pesar del daño que me hacía perderla, no querría jamás olvidarla. Después de todo, María Jesús había sido la persona que transformó mis días ordinarios en experiencias que valían la pena contar; que a pesar de nuestros problemas, sabía que estábamos el uno para el otro.

Ella se había convertido en mi sol, y quería creer que, a pesar de que se avecinaban épocas nubladas donde se me haría difícil encontrarla, al final ella volvería con su calidez.

Volví a mi cama y me senté en el borde, permitiendo que la culpa me embriagara de una vez y por todas. Ahora que estaba amaneciendo, llegaba el arrepentimiento por todas las cosas que nos habíamos dicho, por no haber sido tan fuerte en el último momento en el que nos vimos. Paseé la mano por las sábanas, aquellas que hacía pocas horas mi flaca había mantenido calientes y que era el lugar donde ambos merecíamos estar siempre. Me pregunté si era absolutamente necesario ir a despedirme de ella en casa de los Righieri; entendía que era importante pero es que ¿acaso ella no se daba cuenta de lo devastador que también sería para mí tener que decirle adiós? En especial en frente de todo el mundo, que además, seguro que empezarían a llorar y a otorgarle demasiada tristeza y conmoción al asunto.

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