Capítulo 41 | Beto

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Según mis amigos, era demasiado optimista para mi propio bien.

Pero había sido el optimismo y la esperanza lo único que me había levantado cuando todo el mundo daba mi destino por perdido. Así que sí, sería optimista siempre.

Cuando concluyó nuestra primera gira —por la cual todo el mundo nos felicitó y se nos abrió una fecha para presentarnos en el Vórterix—, llegar a casa jamás se sintió tan bien. A pesar de que estábamos colmados de felicidad ante todo lo que estábamos viviendo, el cansancio físico y mental era inexplicable. Por no mencionar que, a veces, los rigurosos controles de Led nos tenían las pelotas apretadas. Sabíamos que se preocupaba por nosotros y trataba de impedir que la incipiente fama se nos subiera a la cabeza, pero parecía un padre conservador tratando de contener a una hija de dieciocho años que quiere ir por primera vez a una fiesta y desatar sus hormonas.

Lo primero que hicimos en Buenos Aires, más allá de todo cansancio, fue ir a casa de Santi y celebrar como Dios manda. Se nos unieron todos los músicos, Led, su hermana Nirvana, Pauli, y el resto de los amigos que habíamos hecho en este camino. Al día siguiente, no hubo resaca que me detuviera y le envié otro mensaje a clarito de luna para avisarle que ya estaba en la ciudad. Le había escrito en varias ocasiones durante la gira —Santi me había dado su número—, y aunque sus respuestas habían sido un poco secas, yo no perdía mis esperanzas.

Volver a verla tras concluir la gira había sido una promesa que recordaba al finalizar cada una de nuestras presentaciones. Había sido tan difícil que me aceptara una cita exprés y tan remoto que quisiera verme en marzo, que nada podía ahuyentar mi emoción.

—Tenemos reunión en dos horas —dijo Luis, entrando a la sala con los ojos todavía entrecerrados debido al sueño.

—Buen día, yo estoy muy bien, gracias por preguntar. En cambio tú tienes muy mala pinta —contesté, dejando un libro pequeño en la mesa.

Me sacó el dedo corazón y se dirigió a la cocina. Lo usual era que él se despertara primero y acomodara cualquier cosa del departamento, o hiciera el desayuno, o quién sabe qué otro tipo de cosas hacía la gente que madrugaba. Luis tenía que estar muy cansado para despertarse a las diez de la mañana, y le entendía. Yo solo me había despertado más temprano para leer. Ahora que estaba en Buenos Aires y con mayor tiempo libre, no podía permitirme perderlo.

Yo no había terminado el colegio ni jamás me había preocupado por ser la persona más culta del planeta. Mi único objetivo siempre había sido sobrevivir, lo demás eran solo lujos. Cuando Luis me tendió la mano y me vine a vivir con él, se encargó de enseñarme inglés —y Santi me ayudó a perfeccionarlo, principalmente debido a las canciones que tocábamos—. Pero sobre historia o literatura mis conocimientos eran básicos.

Y si quería tener una cita con Clara Ponce no podía ser una persona básica. No solo porque ella se merecía lo mejor, sino porque lo último que deseaba era que se aburriera hablando conmigo.

Había pasado todo el verano leyendo libros de cultura general para saber en qué punto estaba parado, y Santi, como el gran sabelotodo que es, se aprovechó de eso para corregirme y darme nuevas lecciones sobre el millar de cosas que todavía no sabía.

—Me quiero morir —habló Luis con la boca llena, acercándose con un bol de cereal con leche en las manos—. A lo mejor ya estoy muerto, porque no siento bien mi cuerpo.

—Pues te aconsejo que hagas todo lo posible por revivirlo, nos quedan un montón de reuniones esta semana, y tenemos una presentación mañana en un canal. Ya ni recuerdo cuál era.

Él se encogió de hombros.

—No sé ni para qué. Ya nadie ve televisión estos días. —Recostó los codos de la mesa y suspiró. Notó el libro a mi lado y me miró con una ceja enarcada—. A este ritmo podrás aprobar un examen de Harvard —se burló—. Es lo único bueno que te ha traído este tema con Clara.

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