Capítulo 1

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―Buenas tardes ―dijo Robert tan pronto puso un pie en el departamento. Las bolsas del supermercado que llevaba en ambas manos le cubrían todo el rostro―. ¿Hay alguien?

Jeff alzó la mano perezosamente, sin siquiera molestarse en apartar la vista del libro que leía. Era una muy vieja edición de “Desayuno en Tiffany’s”, que había encontrado en su última visita a casa de su abuela.

―¿Hay alguien? ―repitió Rob, dejando caer las bolsas sobre la mesa del comedor que había encontrado a tientas―. Ah, mira. Gracias por la ayuda.

―No hay de qué ―Jeff esbozó una sonrisa de esas que te quitan el aliento. Rob suspiró.

―¿Viste los camiones de mudanza?

Aquello hizo que apartara la vista del libro.

―No me digas. ¿Otra familia con niños? ¿Otra anciana loca para reemplazar a la que murió el mes pasado?

Robert soltó una carcajada culpable.

―No digas esas cosas, Jeff ―dijo él mientras se dejaba caer pesadamente en el sillón―. No vi a nadie más que al chofer de uno de los camiones, pero por lo que pude husmear, no hay juguetes ni tampoco mecedoras. Creo que estaremos a salvo.

―Que suerte ―Jeff volvió a poner los ojos en las amarillentas páginas.

Robert resopló y se fue a la cocina. Recordó aquellas veces, cuando él y Jeff estaban juntos, en que llegaba con ganas de hablar y él lo recibía así, con monosílabos y miradas furtivas. Había pasado un año desde entonces, desde que ambos decidieron que lo suyo no iba a ningún lado, y que sería mejor si quedaban únicamente como amigos. Y seis meses después ya estaban viviendo juntos, no como pareja, sino como roomates. Pocos habían entendido su decisión, y muchos creyeron que en realidad nunca habían roto el compromiso, sino que simplemente habían dejado de llamarlo como tal. La verdad era que ya ninguno sentía nada por el otro, más que la profunda amistad que los había unido aún desde antes que se sintieran atraídos.

Y, a decir verdad, funcionaban bastante bien. Un fin de semana uno iba por las compras, y al fin de semana siguiente le tocaba al otro. Cada quien lavaba su ropa, y sin falta entregaban cada mes sus partes iguales de la renta. Rob fumaba afuera, ya que Jeff lo había dejado, y siempre se sentaban a ver televisión juntos los domingos. Era como una tradición; el único eco que permanecía de aquellos dos años en que fueron novios. Pero ninguno había tenido una relación formal desde entonces, a pesar de que varios chicos habían visitado el departamento “fugazmente” mientras alguno de los dos no estaba.

Robert era delgado y de piel pálida, con un par de gruesos lentes enmarcando sus oscuros ojos. Su nariz era recta y alargada, sus labios pequeños y su cabello castaño, más corto a los lados y más tupido en la cima. Era bastante temperamental, pero siempre simpático y cariñoso con aquellos que le importaban. Solía guardarse muchas cosas; era más bien introvertido, y le gustaba mucho leer y escribir. Se sentía más cómodo cuando estaba solo, más a salvo que en las multitudes, y se tardaba bastante tiempo en confiar en las personas.

Jeff era muy alto, al contrario de su antiguo novio, aunque un poco más atlético ya que corría tres veces por semana. Era rubio, sus ojos eran verdes, y su sonrisa tan magnética como misteriosa. Tenía un aire de superioridad que se acentuaba cada que hablaba, pues su voz era grave y algo rasposa, aunque suave de igual manera. Era mucho más extrovertido y sociable que Rob, aunque también disfrutaba mucho la lectura y podía pasarse hasta días enteros encerrado, leyendo un libro que le gustaba hasta terminarlo. Siempre había sido un chico popular, sin tapujos ni problemas al lidiar con su sexualidad; se había metido en problemas varias veces por coquetear con chicos, a sabiendas de que estos eran heterosexuales. Las cosas que los demás decían sobre él le daban igual, fueran buenas o malas, y siempre tenía una respuesta inteligente para todo, fruto de su natural espontaneidad. También podía rayar en lo superficial e impersonal, ya que se aburría muy fácilmente de casi todo. Rob había sido el único chico con el que había durado en una relación por más de tres meses.

En aquel pequeño departamento de paredes blancas y piso de madera, decorado elegante y minimalistamente, convivían a diario dos mundos, dos personalidades casi opuestas que, curiosamente, rara vez chocaban. Era como si estar tan cerca les proporcionara un balance, un equilibrio estático que mantenía a raya a los demonios de ambos. Y eso era precisamente lo que los mantenía juntos, a pesar de que ya no sintieran por el otro nada más que aprecio y camaradería. La tormenta de emociones que alguna vez compartieron estaba encerrada ahora en lo más profundo de su mente, encerrada más no eliminada, hecha a un lado pero no olvidada.

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