Capítulo 10

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Y mientras Rob se debatía entre el sueño y la vigilia, Jeff se preguntaba por qué los oídos no habían dejado de zumbarle en toda la noche. No le había dicho a Martha ni una sola palabra de lo que había pasado antes de que ella llegara; la imagen de Robert a sólo unos centímetros de él estaba grabada en fuego en su cabeza, tanto que cada que cerraba los ojos lo volvía a ver, tan real, tan súbitamente alcanzable. Aquel breve instante había destruido por completo todos esos meses que intentó mantenerse al margen, y ahora sería casi imposible sacarlo de su mente.

Para bien o para mal, las cosas estaban por llegar a su final.

Esa noche, sin embargo, estaba decidido a olvidarse un poco de todo, y quizás conocer por fin a alguien que lograra opacar el recuerdo de Rob. Martha se había portado como la mejor de las amigas, hablando con él por teléfono todas las noches y saliendo con él cada que podía, intentando así distraerlo de los demonios que lo atormentaban.

Ambos llegaron, riéndose de algo sin importancia, a un lugar llamado “Lollipop”, un bar gay con un poco discreto letrero de neón rosa en forma de paleta a la entrada. La fila no era muy larga, y más de unas cuantas miradas se posaron en el rubio en cuanto entraron al lugar. La estridente música, con fuertes bajos y agudos sintetizadores, los obligaba a gritar para escucharse.

―Ya te echaron el ojo, galán ―dijo Martha, guiñándole un ojo a su amigo―. ¿Quieres tomar algo?

Jeff sonrió y le hizo una seña para seguirla. A pesar de que en su adolescencia había conocido todos los antros gay por conocer en la ciudad, había descubierto muy recientemente que aquello ya no lo satisfacía tanto. Cuando tenía diecisiete era el primero en saltar a la pista y arrebatar suspiros; a los veinte ya era casi tradición verlo, ahogado de borracho, bailando sobre la barra con dos y hasta tres chicos sin camisa. Luego dejó de hacerlo, por respeto a Robert, y aún después de que cortaron, se abstuvo de regresar a aquel estilo de vida.

“Y ahora estoy aquí de nuevo”, pensó Jeff tras un largo suspiro.

Al suspiro siguió la voz del barman, aguda y chillante, preguntándole qué quería. Martha pidió un par de shots de color azul pálido.

―Para empezar bien la noche ―le dijo ella mientras brindaban.

Esa cosa sabía como a diez cucharadas de azúcar disueltas en colorante; ni siquiera alcanzó a distinguir qué licor contenía. Inmediatamente pidió otro, e inmediatamente después otro más. Martha sólo rió y lo arrastró a la pista de baile, cuyas baldosas de colores se iluminaban cada tanto con alucinantes patrones geométricos. Costaba trabajo distinguir dónde acababa una persona y dónde comenzaba la otra: en aquel espacio tan pequeño, los cuerpos tenían que empalmarse unos con otros, destrozando toda sensación de intimidad y erigiendo, en su lugar, un aura de erotismo acentuada por los candelabros rojos que colgaban del techo.

Jeff bailó sólo unos cuantos minutos; después se sintió mareado y fue a la barra por otro shot.  El barman, alto y con el bien marcado abdomen al descubierto, comenzaba a sonreírle menos discretamente y a rozar su mano cada que le entregaba un nuevo vaso. Jeff lo correspondió al principio, pero luego se dio cuenta de que, en realidad, no tenía ganas de ligar. No tenía ganas de bailar. No tenías ganas de vivir.

Sólo tenía ganas de tomar.

Y siguió tomando durante el resto de la noche, ignorando al barman y a todos los chicos que se sentaban junto a él e intentaban sacarlo a bailar. Alcanzó a ver, en la distancia, a Martha bailando y riendo con un par de chicas que acababa de conocer. Desde su lugar en la barra, Jeff pudo ver a docenas de personas, hombres y mujeres, dejándose llevar por los estruendosos ritmos que escapaban de las bocinas, mirándose, tocándose, besándose. Y con ello, no pudo evitar seguir recordando a Rob, respirando agitadamente a sólo unos centímetros de él. Recordó también cómo lo había alejado, y ese agudo dolor en la nuca al que ya se había acostumbrado regresó con fuerza inusitada, pidiéndole a gritos que lo ahogara en más alcohol.

Ya había perdido la cuenta de los vasos que llevaba, pero su cartera estaba casi vacía. Se alejó trastabillando de la barra, rozando con indiferencia aquellos cuerpos que se habían fundido en la lasciva atmósfera que impregnaba el bar. Justo cuando estaba por entrar a uno de los cubículos del baño, un hombre más alto y más fuerte que él, con los brazos completamente tatuados y el cabello rapado a ambos lados, lo tomó de la cintura y lo atrajo hacia él.

Jeff se volteó y recibió el golpe del aliento de aquel hombre, embriagante y dulce a la vez. Sus brazos llenos de tinta lo rodearon y lo llevaron contra la pared, aprisionándolo por completo. El otro hombre comenzó a besarlo salvajemente, como si quisiera devorarlo, pero Jeff no tenía fuerzas para zafarse. Todo le daba vueltas. Las manos del hombre bajaron rápidamente hasta sus nalgas, que comenzó a apretar con una fuerza casi bestial. Se apresuró a bajar el cierre del pantalón de Jeff y, sin dejar de besarlo, comenzó a masturbarlo. Su pene estaba totalmente erecto, pero era más un reflejo que algo consciente; lo único que Jeff veía eran manchones borrosos girando en torno suyo, y apenas alcanzaba a escuchar los gemidos ahogados de aquel hombre por encima de la estridente música del bar.

Sintió cómo el hombre lo tomaba por la espalda y lo volteaba, como una muñeca de trapo, hasta quedar contra la pared de fríos azulejos. Sintió frío cuando el hombre le bajó los pantalones, pero inmediatamente después sintió el calor de una entrepierna frotándose contra sus nalgas. El hombre le hablaba al oído, pero Jeff no conseguía darle sentido a sus palabras. Lo siguiente que sintió fue una fuerte presión contra su ano, mientras aquel desconocido comenzaba a entrar en él. Un agudo dolor apareció de pronto, haciéndolo recobrar un poco la consciencia, pero así como llegó, fugazmente se fue, y todo su cuerpo se sumergió en un profundo sopor. Jeff no se dio cuenta, pero aquel hombre había sacado de su bolsillo un pequeño frasco color rojo, lo había destapado y lo había introducido por su nariz, obligándolo a inhalar.

El hombre comenzó a penetrarlo con más fuerza, y con cada embestida el cuerpo aletargado de Jeff se proyectaba contra la pared. Tras un par de minutos, el hombre emitió un gutural gemido, sacó su pene rápidamente y se vino sobre las nalgas de Jeff, quien había comenzado a sentirse muy mareado. Sin decir una sola palabra, el hombre se subió los pantalones, se fajó la camisa y salió del cuarto. Todavía se tomó el tiempo de mirarse en el espejo para acomodarse el cabello, con total indiferencia. Jeff, incapaz de hacer nada más, se sentó en el piso y comenzó a llorar.

Varios minutos después, Martha entró en el baño de hombres, visiblemente angustiada. Llevaba un largo rato buscando a Jeff entre la multitud, pero su celular estaba apagado. Al verlo, ella comenzó a llorar también. Con mucho cuidado lo tomó entre sus brazos y lo ayudó a levantarse, pero en cuanto se puso de pie, el muchacho comenzó a vomitar. Martha lo ayudó a reclinarse sobre el excusado, mientras acariciaba su cabello y le decía que no se angustiara, que todo iba a estar bien.

―¿Todavía me veo lindo? ―preguntó Jeff con lágrimas en los ojos. Martha sintió un nudo formarse en su garganta, aprisionando sus palabras y cortándole la respiración.

―Te ves guapísimo. Ven, vámonos de aquí ―contestó ella, con una sonrisa temblorosa, al igual que su voz.

―Tengo frío.

Martha colocó un brazo de Jeff alrededor de sus hombros y lo sacó del bar, haciendo a un lado, como pudo, a la masa de personas que seguían bailando dentro de aquel claustrofóbico recinto.

El gélido aire de la madrugada los golpeó como una bofetada, y Martha tuvo que ayudar a Jeff a vomitar una vez más en la banqueta. Después de unos minutos, la chica detuvo un taxi y le indicó la dirección del departamento de su amigo. Jeff, acurrucado en un rincón del auto y con los ojos cerrados, seguía viendo las luces de neón del bar a través de sus párpados. Durante todo el trayecto no paró de murmurar, pero solamente podía decir una cosa.

―Tengo frío…

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