Jeff caminó exactamente tres calles y dio vuelta a la izquierda. Una enorme avenida atravesaba el paisaje, y los faros de los autos danzaban velozmente sobre ella. Se detuvo al llegar a una congestionada intersección, esperando a que el semáforo le diera el paso. Justo mientras cruzaba, se dio cuenta de que tendría que esperar a que Martha atravesara la ciudad para llegar ahí. Consideró dar vuelta y regresar, pero la imagen de Robert apareció frente a él, clavándose como una estaca en su nuca. Corrió lo que restaba de la calle y llegó a una pequeña tienda de conveniencia, donde las brillantes luces artificiales contrastaban enormemente con la penumbra del atardecer.
Se detuvo frente a la caja y escudriñó con la vista el estante de los cigarros. Había dejado el vicio hacía años, pero justo en ese momento, tenía una casi dolorosa necesidad de sentir el humo inundando sus pulmones, adormeciéndolo. Quería morirse, pero sólo un poco.
Compró una cajetilla de Marlboro rojos, los únicos lo suficientemente fuertes como para darle lo que buscaba, y unos cerillos. Salió y con manos temblorosas destrozó la envoltura de los cigarrillos, liberando uno solo. Lo balanceó entre sus dedos durante un rato, nerviosamente, escuchando los autos zumbar uno tras otro en la avenida. Prendió un fósforo y el viento lo apagó. El segundo logró llegar hasta sus labios, pero una ráfaga más fuerte lo extinguió. El tercero ni siquiera prendió. Comenzaba a desesperarse, y después de dos intentos más lanzó la caja de cerillos al piso y se metió a grandes zancadas a la tienda. La empleada, una mujer vieja y regordeta, lo miraba cautelosa.
―Deme un encendedor, porque esos putos cerillos de mierda que venden aquí son una…
La mujer colocó el encendedor sobre el mostrador con una rapidez inusual. El precio estaba en la pantalla. Jeff se quedó con las palabras en la boca, pero prefirió callarse y extenderle un billete. Con indiferencia, tomó el encendedor y lo encendió unas cuantas veces antes de volver al frío de la acera.
Una enorme llama apareció, amenazando con desvanecerse con el viento, como las demás. Rápidamente, Jeff inhaló y se desconectó. Después de años sin fumar, aquella simple bocanada había sido como una bofetada. Retrocedió hasta quedar contra la pared de la tienda, con los ojos fuertemente cerrados. Todo le daba vueltas.
Se dejó caer al piso, sin importarle que estuviera en plena calle, y siguió fumando hasta acabarse el cigarrillo, y luego otro.
Uno tras otro.
Llevaba ya media cajetilla cuando su celular comenzó a vibrar. Lo contestó sin ver, tras aplastar otra colilla contra el piso.
―¿Sí? ―preguntó. Tenía un regusto muy agrio en la boca, pero la sensación de paz que lo rodeaba era sobrecogedora.
―¿Dónde estás? Ya estoy aquí ―contestó Martha.
―Ya voy.
Jeff se levantó con torpeza, sintiéndose aún mareado. Tosió un par de veces y empezó a caminar hacia Carl’s Jr., el restaurante de hamburguesas donde había tenido su segunda cita con Rob.
Y ahí estaba de vuelta, ese espantoso dolor en la nuca.
Jeff entrecerró los ojos tan pronto puso un pie en el lugar, buscando a Martha con la vista. Alguien lo llamó desde un rincón, desde una pequeña mesa donde había dos malteadas, una de fresa y una de vainilla. Sin pensarlo, se lanzó sobre la de vainilla. Martha sonrió al verlo, pero casi de inmediato arrugó la nariz.
―¿Fumaste?
Jeff la miró como un cachorro indefenso, mientras sorbía la malteada que sostenía con ambas manos. Al toparse con sus ojos de esmeralda, bajó la vista.
―Esto es más grave de lo que creía ―suspiró Martha, poniendo los codos sobre la mesa―. Háblame.
Jeff alejó el popote de sus labios y sonrió.
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El Vecino
RomanceEn aquel pequeño departamento de paredes blancas y piso de madera, decorado elegante y minimalistamente, convivían a diario dos mundos, dos personalidades casi opuestas que, curiosamente, rara vez chocaban. Era como si estar tan cerca les proporcion...