Capítulo 12: el lobo de mechas rubias.

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Elizabeth estaba de pie frente a la vitrocerámica. Parecía completamente bloqueada.

                   –Hemos traído pan de leña, mamá –dijo Paul mientras depositaba la barra envuelta encima de la mesa.

Me fijé en un paquete de tallarines sin abrir que debía de haber sacado la señora Wyne de alguno de los armarios. También había una olla, pero estaba en la pila, llena de agua y espuma.

Ella pareció reaccionar. Nos miró y nos dedicó una de sus cálidas sonrisas.

                   –No he podido abrir el paquete –se disculpó–. Pero he fregado la olla.

Arrugué mis cejas. De inmediato Paul se hizo cargo de la situación.

                   –No te preocupes, mamá… ¿Por qué no descansas un rato y te acabas de leer la novela que empezaste hace un par de días? Te la he dejado encima de la chimenea. Nosotros pondremos la mesa –preguntó él, como siempre con aquella calma natural tan seductora.

Vi salir de la cocina a Elizabeth, envuelta en su bata polar. Calzaba unas zapatillas marrones aterciopeladas forradas con algo semejante a piel de cordero sintética. Se había lavado el pelo aquella mañana y su melena negra teñida ya con algunas canas brillaba bajo la luz blanca de la cocina que emanaban un par de bombillas de bajo consumo.

Una vez que la señora Wyne estuvo fuera de la estancia, Paul se acercó a la pila y vació la olla para después pasarle un estropajo y aclararla.

La llenó de agua caliente y la puso sobre la vitrocerámica.

                   –Pon el fuego al máximo, Becca… Yo vaciaré el lavavajillas –ordenó.

Me pareció notar una pizca de agobio en su voz.

                   –Si quieres puedo ir haciendo la bechamel –susurré.

Paul no me respondió, continuaba colocando los platos, uno encima de otro, en el interior del armario que había a la izquiera del horno.

                   –¿Paul? –pregunté.

                   –¡¿Qué?! –estalló él de pronto–. Haz lo que quieras, estará bien.

Jamás me había hablado antes en aquel tono. No me gustó. Pero dado lo tenso de la situación, decidí guardar silencio y continuar cociendo la pasta. Cuando el agua hirvió, abrí el paquete de tallarines con una tijera y los sumergí en la olla. El silencio era tal que casi podían escucharse mis ganas de llorar. Quise pensar que aquella mala contestación se debía a que Paul se había desbordado como una jarra de agua que rebosa de problemas y no puede resistir más. Quise suponer que la imagen de su madre junto a la olla y a los tallarines sin abrir había sido la causante de su frustración repentina. O más bien, de una frustración que había rebasado los límites tolerables.

Suspiré. No me había tratado mal, pero aún así me sentía como si acabara de recibir una bofetada.

Apagué la vitrocerámica y escurrí los tallarines con un colador que encontré en una de las alacenas superiores. Después respiré profundamente  y fui hacia la nevera para coger los ingredientes de la bechamel.

Cuando me di la vuelta, encontré a Paul sentado en una de las sillas mirando hacia mí con los ojos llorosos.

                   –Perdóname –susurró–. Estoy superado.

Dejé la nata líquida sobre la encimera y caminé hacia él, quien me cogió para que me sentara sobre sus piernas. Al abrazarle y pegar mi mejilla a su cara, sentí la humedad de una lágrima sobre la piel.

Becca Breaker (II): Junto a ti © Cristina González 2014Donde viven las historias. Descúbrelo ahora