Capítulo 8: nunca digas nunca.

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Mientras trataba de juntar una letra con otra en un intento por leer el siguiente párrafo de mis apuntes de historia, abusaba inconscientemente de una bolsa de patatas fritas a medio terminar que se me había ocurrido traer a mi cuarto para matar el hambre. Casi nunca cenaba cuando estaba en periodo de exámenes. El hecho de sentarme en la cocina y mirar un plato de comida en lugar de un libro me producía demasiada ansiedad y acababa por no probar bocado. Así que, o cenaba mientras estudiaba en mi habitación, o directamente me metía cualquier guarrería que hubiese en la cocina mientras hundía mis ojos cansados en los apuntes de turno.

Daban las cinco de la madrugada y el estrés no me permitía dormir. A pesar de que ya me había estudiado todo lo estudiable, no había manera de cerrar los párpados y relajarme. No la había. Sólo me tranquilizaba leer de nuevo todo lo que en teoría ya estaba instalado en mi cerebro. Era una maldición. Y eso que suelen recomendar que el día antes del examen no se estudie. ¡Ja! Y una leche.

Pensé en Paul. Él siempre me decía que debía descansar las noches antes de los días claves… Pero luego, mi novio era el primero en beberse un libro el día y la madrugada previos al examen.

De pronto escuché un ruido sordo y el chillido de la ruidosa bisagra de la puerta de mi cuarto. Mi madre estaba en el umbral, sus ojos verdes casi habían perdido su color y estaban enmarcados por unas ojeras casi negras que proclamaban la frase: “La guardia de esta noche ha podido conmigo ” a los cuatro vientos.

Eran las cinco de la mañana y mi madre acababa el turno a las ocho. Algo debía de haberle ocurrido. Pensé que iba a regañarme por estar despierta estudiando a aquella hora, pero en su lugar, se arrastró hasta mi cama y se tumbó como si fuera un cadáver, mirando al techo y con los brazos rígidos.

No dijo una palabra hasta que yo abrí la boca.

                     –Mamá… Tienes mal aspecto –comenté. Era una obviedad.

                     –He vomitado… Me encuentro fatal… –farfulló ella. Casi no pude entenderla, porque gruñía en lugar de vocalizar.

                     –Trabajas demasiado… Tal vez ya estés mayor para tantas guardias… –dije con suavidad. 

Hice rodar mi silla hasta la cama y me puse a su altura, para poder mirarla a los ojos. Se me cayó el alma a los pies al verla tan demacrada.

Entonces ella esbozó una sonrisa irónica. Y después empezó a reírse histriónicamente. Y yo, como buena persona que sabe la suficiente medicina como para asustarse, pero la insuficiente como para racionalizar las cosas y estar tranquila, me asusté… Mucho.

                     –No estoy mayor Becca… Estoy embarazada.

En aquel instante pensé en llamar a los mejores científicos de Houston, la Nasa, la Unión Soviética, a Sheldon Cooper e incluso a Barack Obama para que alguno de ellos pudiera explicarme como narices mi madre, con cuarenta y nueve años había podido… Eso.

                     –No, no puede ser. A lo mejor es un embarazo psicológico. ¡Estás menopáusica ya! –gemí asustada–. ¿Y si te mueres en el parto? ¿Y si el bebé no viene bien? ¡Eres muy mayor!

Y de pronto, la doctora Breaker, se incorporó y me miró con una ceja levantada.

                     –Déjate de histerismos Rebecca –ordenó como un general de la marina–. Claramente no tengo la menopausia… Yo pensaba que sí, porque hacía ya cuatro meses que no tenía la regla. Pero el cuerpo engaña, y ahora no hay marcha atrás. Vas a tener un hermano. Y punto.

Becca Breaker (II): Junto a ti © Cristina González 2014Donde viven las historias. Descúbrelo ahora