Capítulo 2: despertar.

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Pasó un mes. Paul me llamaba todos los días y  yo le enviaba mensajes cariñosos cuando iba de camino a clase por las mañanas en el autobús –no cogía el coche todos los días porque la gasolina costaba un dinero y además, continaminaba la atmósfera sin haber necesidad–. Había venido a verme un fin de semana, hacía quince días. Mi madre se puso muy contenta cuando le vio bajar del taxi y avanzar por el jardín con su mochila en la espalda. Le recibimos con los brazos abiertos. Incluso mi padre, que ya iba asumiendo que Paul era parte de mí.

Le preparamos el cuarto de invitados y mi madre casi hace guardia para evitar que ninguno de los dos hiciésemos una visita nocturna en el cuarto del otro.

Unos días después me descargué el Skype para instalarlo en mi ordendador.

Entonces, aquella fría tarde de octubre, cuando encendí el portátil, lo primero que hice fue introducir mi contraseña y conectarme para hablar con mi único contacto: Paul.

Ver su imagen en la pantalla no era lo mismo que poder tocarle y abrazarle… Pero aún así era mejor que nada.

Noté mucho no poder estar a su lado todas las tardes. A menudo, me sorprendía leyendo apuntes suyos, admirando su caligrafía y sumergiéndome en ella, con la esperanza de encontrarle dentro de aquellas “p” tan alargadas. Sentía un vacío espantoso al llegar del colegio y darme cuenta de que no le encontraría ni en el hospital ni en mi salón, de que no vería su sonrisa ni escucharía ninguna de sus regañinas por hacer mal las derivadas.

Entonces volvía a recomponerme a mí misma, recordando lo que le ocurría a su madre, olvidando mi egoísmo por querer tenerle sólo para mí.

Pero aún así, la soledad que yo sentía era muy diferente de la desesperación que había atravesado en verano, cuando creía que Paul iba a alejarse de mí para siempre. Ahora era temporal. Él me quería, me lo había dicho y ambos estábamos dispuestos a salir adelante.

Respiré hondo y me aseguré de que hubiese una buena iluminación en mi cuarto. Subí la persiana al máximo y aparté las cortinas blancas todo lo que pude. Como aún así la web cam continuaba dando una imagen un poco oscura de mi cara, encendí el flexo que utilizaba para estudiar y lo giré hacia un lado para que aportara una iluminación indirecta y no me deslumbrase.

Me emocioné al ver el puntito verde al lado del nombre de Paul, indicando que acababa de conectarse.

            –Hola preciosa –me saludó él en cuanto acepté su llamada.

Sonreí. La imagen iba con algo de retraso respecto al sonido, por eso pude ver sus labios moverse, llamándome preciosa. No pasé por alto sus ojeras y su cabello revuelto.

            –¿Cómo está tu madre?

Deseaba con todas mis fuerzas contarle todas las cosas que había leído acerca del Alzheimer en las últimas semanas. Mi madre me había prestado el Harrison, la biblia de todo médico, y en aquel gigantesco libro, había buscado dicha enfermedad en el índice, dentro del grupo de trastornos neurológicos.

Así fue como me enteré de que el Alzheimer se trataba de un deterioro cognitivo progresivo que iba incapacitando a la persona para llevar a cabo su vida diaria hasta llegar al extremo de no reconocer a ninguna persona de su alrededor. Después la persona se olvidaba de comer y perdía las ganas de vivir. Señal inequívoca de que el final se acerca, pensé apenada.

Fue muy doloroso para mí imaginar a Paul frente a su madre y explicarle que era su hijo, que estaba para cuidarla y que no la iba abandonar.

Al parecer en el cerebro se depositaba una especie de sustancia –denominada amiloide– que ocasionaba toda aquella degeneración neuronal.

Becca Breaker (II): Junto a ti © Cristina González 2014Donde viven las historias. Descúbrelo ahora