9. Dilemas familiares

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—Tienes suerte —le dice su padre cuando vuelve a entrar—. Va a llover.

Gabriel no responde. Hay algo muy similar a la náusea haciendo agujeros en su esófago. Puede imaginar el vómito desbordando en sus órganos. Su padre solo mira la televisión.

—Tenían miedo de que el incendio se iba a reactivar —continúa—, pero si llueve, no pasará nada más. Suertudo.

Dice lo último con cariño. Gabriel respira por la nariz, lento, adentro y hacia afuera, e intenta imaginar la panorámica que se ve desde la ventana de oficina de la psicóloga. Puede ver la autopista principal y el colegio y la casa de su mamá y en los días que no está nublado puede ver el bosque, verde y vivo y completo.

La psicóloga pregunta ¿por qué quemaste tu casa, Gabriel? y él sabe que ninguna respuesta es la correcta. El fuego parecía serlo, en ese momento, pero no lo fue y ya no sabe cuál habría sido el plan de acción adecuado. Estaba haciendo todo lo que debía hacer y no estaba dando resultado. Era peor y nadie podía dejarlo ser un desquiciado en paz.

Estar demente es caro, piensa al mirar las antenas del televisor, y la voz de su padre nadie en mi familia está loco, debe haberlo sacado de ti y la voz de su madre es estática y su propia voz es muda. Todo empeoró cuando empezó a ir a la psicóloga porque quemaba estampillas. No halló el por qué entre esas conversaciones y lo único que logró fue juntar un montón de miedo cada vez que su padre lo miraba volver de la loquera.

En mis tiempos estas cosas se sanaban con la crianza. Estaba tratando de abrir la puerta y gritando y Gabriel intentaba recordar si había quemado algo, pero no, no lo había hecho, se había comportado bien. Vas a dejar de fingir toda esta basura. Gabriel no entendía. ¿Entiendes todo el dinero que gastas tratando de llamar la atención?

Debe sentir que ganó, piensa. Su mamá lo alejó de su crianza y ahora él sigue siendo un lunático y es, además, un delincuente. Debe estar tan complacido consigo mismo y con las puertas con las bisagras desencajadas y los moretones que Gabriel ya no posee, pero alguna vez tuvo.

El plan jamás fue matar a su papá cuando la casa se vino abajo. Gabriel no recuerda qué estaba pensando mientras le prendía fuego al colchón; lo único en su mente es el sonido de la puerta y todos los pastizales en su cerebro.

—Me voy a dormir —murmura Gabriel. Su papá lo mira. Tienen los mismos ojos.

—Nada se resuelve así de fácil, Gabi.

—Lo sé —responde. Su padre se pone de pie. Se siente diminuto y enfermo y delirante. Le gustaría que su mamá estuviera allí, en la esquina, mirándolo con lástima.

—No creo que sabes —dice su padre. Habla fuerte. Gabriel siempre ha querido poder hablar así de fuerte, pero su voz siempre se queda atrapada en su corazón—. ¿Entiendes lo que hiciste? ¿Lo entiendes de verdad o crees que esto se soluciona con no hacer nada y se va a ir solo?

Aprieta la mandíbula. Le duele donde Ana le pegó, pero mejor ella que él porque a ella sí le importa el bosque y los animales y los insectos. A su papá solo le importa que la gente no se entere de que engendró a un fenómeno.

Gabriel se niega a mirarlo. Su padre suspira. El noticiero habla del humo entre las hojas.

—Tu mamá y yo las cagamos —dice su papá como si le hablara al aire—, es cierto. Pero eres tú el que tiene que asumir.

—Lo sé —repite porque lo sabe. Hay un punto en que lo que haces no tiene nada que ver con factores externos (¿es poder, Gabriel? ¿El fuego puede defenderte?). Si atropellas a alguien al huir de un asesino, cometiste un error. Lo otro lo hace comprensible, pero no aceptable.

Si quemas un bosque después de pelearte con tu mamá porque te dijo las mismas palabras que te escupe en pesadillas, es momento de ser valiente. Gabriel no sabe si es capaz. Hay gente que quiere lincharlo. Puede acabar en la cárcel. Nunca pensó mucho en qué podría lograr hasta este momento, entre paredes mal pintadas y un hombre al que odia, pero habla la verdad, en que ya cualquier escenario se ve imposible.

—Me voy a dormir —dice de nuevo. A su papá no le gustaba que siempre repitiera lo mismo. Gabriel lo halla más fácil que buscar nuevas maneras de decir lo que piensa. Su padre suspira, se mueve y Gabriel cree que lo tocará, así que retrocede hacia el pasillo sin decir nada más. Las termitas le muerden la piel.

Le pone seguro a la puerta de su habitación y mueve el escritorio para taparla. Se tapa hasta las orejas, respira hondo e intenta escuchar ruidos en la casa, señales de movimiento, pero no sucede nada. Su padre ha vuelto a ver televisión. Saca su teléfono e ilumina su rostro en la oscuridad. Tiene ocho mensajes de su madre, todos rogándole que le diga dónde está.

Donde el papá. Esa es toda su respuesta. Su mamá le dice que se cuide y él cierra los ojos y los vuelve a abrir cuando su celular vibra en sus manos lánguidas.

Llámame si pasa algo. Le duele la garganta y el pecho le arde, pero Gabriel no llora. Se sigue sintiendo como algo que le está pasando a alguien más y él está inmiscuyéndose en su propia existencia.

No responde y deja el teléfono de lado. Le gustaría que Ana se hubiera quedado. Tal vez no habrían encontrado sobre qué conversar, pero no estaría solo en esa casa, con ese sujeto. Y quizás Ana lo odia, pero intentó ayudarlo. Siempre ha tratado de ayudarlo y Gabriel no entiende.

Si no las hubiera cagado tan horrendamente, piensa, podrían haber sido amigos.

Las primeras gotas de lluvia golpean el techo.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora