38. Matemática básica

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Cuando Ana se va a su casa, Gabriel se va a la suya y se va a dormir. Duerme todo el día, duerme en el momento en que su mamá llega a casa y duerme a través de lo que, de haber estado despierto, habría sido su regaño. No encuentra la fuerza para que le importe. No sueña y los breves pensamientos que cruzan su mente cuando está despierto son solo rodeados por un hondo sentimiento de inutilidad.

Cuando despierta para ir al baño, su mamá está tomando té en la mesa de la cocina, solo iluminada por una luz desde el comedor. Las paredes están bañadas en luces amarillas. Se miran. Ella le ofrece una sonrisa tensa y él no se decide a reaccionar.

—Me llamaron de tu colegio. Te fuiste.

—Sí —murmura él—. Perdón.

—Y me dijeron que tuviste un ataque de pánico antes de eso.

—No fue uno muy grande.

Su mamá asiente. Gabriel aún no se ha quitado el uniforme del colegio.

—No estaban seguros de si tu... estado hace irte del colegio peor o no tan malo.

—¿Me suspendieron?

—No —responde ella—, pero mejor mantén el perfil bajo.

Gabriel asiente. Se queda dónde está, mirando la luz intermitente del detector de humo. Sus ideas se están escapando por sus orejas.

—¿Estás enojada? —pregunta. Su mamá le pone otra cucharada de azúcar a su té.

—No.

Eso no tiene sentido. Gabriel se va al baño a ducharse y regresa a dormir a su cama, pero cuando está debajo de las mantas no logra conciliar el sueño. Le duelen las ideas y todas las neuronas en su cerebro son un revoltijo sin dirección exacta. Sus sentimientos se escaparon en el pánico y en el llanto y ahora ya no queda nada que sacar. El vacío es opresivo.

No logra quitarse esa sensación incluso cuando está armando su mochila para ir a casa de su padre. Hay muchas cosas por las que estar triste, siempre, y él gastó lo último que le quedaba en un árbol. Sabe que no es así—pronto regresará todo, lo puede sentir allí, debajo de la superficie, burbujeando suave y amenazando con hervir. Será como una jaqueca con aura o los escalofríos antes de una gripe.

Hay un sentimiento muy grande, que abarca todo lo que ha sentido antes, pero Gabriel no logra tomarlo con las manos y darle forma, tragárselo y escupirlo ya digerido para volver a comérselo y dejar que provoque los estragos que quiera en su mente. Es algo tan grande que no puede mirarlo a los ojos, que no se le acerca a los talones al pesar de rodillas en el campo. Es más grande. Es lo mismo, pero enorme.

Es una acumulación de hechos decadentes.

—¿Mi papá sabe? —pregunta antes de irse. Hay un miedo especial allí, suave al tacto, pero lleno de puntas agudas. Su mamá está mirando el interior de su mochila y, al escucharlo hablar, se acerca a acomodarle el gorro de la capucha—. Del ataque de pánico.

—Sí. No dejes que te moleste.

Gabriel asiente.

Cuando sale de su casa, lleva un mechero en el bolsillo. Al tocar la puerta de la casa de su padre, se mete la mano para poder tocarlo. Le duele el estómago y está sudando. Sus dientes quieren castañear.

—Llegaste temprano —dice su papá al verlo. No se ha afeitado. Gabriel lo prefiere así porque el parecido se oculta y no es como verse en un espejo añejo. Solo es su papá, que lo pone nervioso y le habla de cómo podrían ver alguna película juntos y le pregunta si está bien.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora