59. Onomatopeya 10

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Su castigo ha llegado a su fin. Ana es libre. Antes de salir a la escuela, su mamá le sonrió y le dijo que no se "aprovechara del pánico", cosa que ella aún no está segura de qué significa. Pero eso no importa: el día está despejado, tan soleado que calienta el cemento y hace que los bichos zumben.

Gabriel no le ha hablado aún. Esto también significa que Ana ha estado sin teléfono por más tiempo que el que sus padres hallan admisible, lo que ha culminado con su mamá hurgando por el celular más viejo y roído abandonado hace años en los cajones. Es pequeño, de botones grandes y una pantalla sin colores. Ana está impresionada de que siquiera funcione. Sus únicos contactos son sus padres, pero en la escuela acaba registrando al menos a seis personas más.

Marcela dice que es bastante vintage y acaba peleándose con Sofía sobre si es eso si no han pasado tantos años desde que esos teléfonos estaban en boga. Ana escucha, pero no comenta. Cuando le pregunta su opinión, murmura si les gusta lo vintage, se los cambio por uno suyo y ellas se ríen. Ana se siente sonreír, no está segura de cómo se verá eso desde afuera.

Con la ventana abierta, en este día soleado y lento, el bzz constante de los insectos hace que el pueblo se sienta muy vivo. Marcela está a su lado, con los brazos estirados encima del pupitre y los zapatos tocando el suelo más allá de su asiento. Un maestro habla sobre decisiones vocacionales y les entrega hojas que rellenar mientras Marcela juega Snake en el teléfono longevo de Ana.

—¿Qué quieres estudiar tú? —pregunta Marcela cuando entra la orientadora al salón para explayarse más sobre lo importante que es que empiecen a tomarse en serio el asunto, aunque les quede todavía otro año de secundaria. Ana no mira a la mujer a los ojos: le recuerda la última vez que estuvo en su oficina y como, en retrospectiva, tal vez sí se comportó como una mocosa intragable.

—No sé —murmura, no se atreve a arriesgar que las escuchen—. ¿Tú?

—Meteorología —dice Marcela, sin desconcentrarse ni un momento.

—Ah. ¿En serio?

Ana no sabe sobre ella misma. No se lo ha cuestionado y ahora la duda aparece como si de regreso desde algún lugar muy lejano, de preocupaciones diferentes. Un sitio más gentil, tal vez, o menos despierto. Deben preocuparse por el dinero, les dicen, pero también por hacer algo que les guste. Algo para lo que sean buenos.

—Quiero ver si puedo estudiar Medicina, pero me va muy mal en Ciencias —murmura Sofía, sufrida, en el pequeño receso para rellenar una breve hoja con intereses vocacionales. La de Ana se mantiene vacía.

—¿Y cómo Marce? Le va mal en todo y ahí la ves igual con sus sueños —dice otra muchacha. ¿Mónica? Ana no está segura. Marcela le pica una mejilla con el reverso de un lápiz.

—¡No seas mala conmigo!

Ana está de acuerdo: no deberían ser malas con Marcela, pero no dice nada. Piensa en pedirles su opinión, pero tampoco está convencida sobre qué palabras utilizar. No es que no sepa qué hacer. Las opciones son infinitas, después de todo, pero todas las posibilidades se ven faltas de sentido. Está muy despierta ahora, más consciente que nunca que parecía que hubiera pasado muchos, muchos años dormida.

¿Qué le llama la atención hacer? Marcela habla del clima y de los significados detrás de las formas de las nubes. Todas la escuchan, atentas, y ya nadie se burla. Ana observa alrededor, a sus compañeros, y acaba observando a la orientadora charlando con Julián, apartada de todos los demás. Está cabizbajo y ella parece conciliadora, una sonrisa complicada, pero dulce, bailando en su rostro.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora