18. Niños afortunados

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Gabriel no menciona el mensaje. Ana lo esperaba porque pareciera ser que Gabriel olvida cosas al azar o le importan tan poco que en su mente ni se registra que tal vez debería comentarlas. Va a clases, toma apuntes, se niega a mirar a sus compañeros a los ojos. Ana no dice nada sobre cómo cada día los miran menos porque solo sería indicar que, en algún momento, tenían sesenta ojos dirigidos hacia ambos.

Gabriel le comenta que debe ir tres horas al día a la cocina del albergue local. Hay días en que llega con sus dedos cubiertos de coloridos apósitos y comenta, aún a susurros, que es un poco torpe. Ya no tiene su encendedor. Se come las uñas, pero rara vez llega a hacerse sangrar. Duerme a menudo, con el rostro escondido entre sus brazos, y Ana se esfuerza en ignorarlo.

—¿Todo bien con tu amigo? —le pregunta su mamá durante un almuerzo de fin de semana. Ana parpadea.

—¿Quién?

—Gabriel Mendoza. ¿Anda bien?

Ana se llena la boca de arroz antes de responder.

—Bien. Está bien.

—Siempre tiene cara de andar muy distraído —ríe su mamá. Ana no persigue la conversación. Prefiere no tocar el tema. La semana pasada Julián le susurró puta al cruzarse con ella en el pasillo y Gabriel la miró con una curiosidad culposa que la dejó sintiéndose enferma por lo que restó de la mañana.

Son estupideces. A casi nadie le importa ya, aparte de las miradas poco discretas. No dejará que un imbécil de ese calibre sea el que la haga vacilar, por lo que, como si el acto mismo fuera rebeldía sublime, Ana le conversa a Gabriel en clases y fuera de estas, le comparte sus apuntes y lo despierta cuando los profesores se ven a pocos segundos de regañarlo frente a todos. Que digan lo que quieran, que la tilden de hipócrita; ella sabe lo que hace.

El pueblo no olvida, pero lo deja ir. Gabriel es el loco del pueblo y no hay nada que ella pueda hacer al respecto y, de haberlo, no está segura de si estaría dispuesta a nuevamente arriesgar el pellejo por él.

Marcela la saluda en los pasillos. También saluda a Gabriel, quien usualmente solo le parpadea de vuelta o le susurra su bien, ¿y tú? Es un nuevo status quo en el que todos están muy conscientes del pirómano en la clase, ¿pero qué se puede hacer al respecto? La justicia ya lo perdonó. Independiente de la repulsión y el escarnio que algunos puedan escupir, no hay nada que combatir.

Ana no mira a Gabriel escribir, pero sí lo siente empujarla con su codo.

—Deberíamos cambiarnos de lugares —dice ella. Gabriel se detiene—. Como eres zurdo. Tú deberías estar a la izquierda.

Eso hacen. Ana se arrepiente por razones tontas tan pronto ya no tiene motivos para hablarle en medio de la clase a Gabriel, aunque sea solo para regañarlo por estorbarle, y quizás esa misma carencia de distracción es lo que hace que se dé cuenta cuando él se está mordiendo las uñas de una mano y tamborileando los dedos de la otra.

Ana rebusca en su estuche y saca un lápiz. Tiene un conejo de ojos saltones al final, un poco roído por el paso del tiempo. Se lo tiende a Gabriel, quien solo la mira por unos momentos. Ana tose.

—Si lo aprietas, se le salen los ojos —explica—. Ayuda con los nervios.

Gabriel lo toma. Lo aprieta. Los ojos del conejo son expulsados de sus órbitas.

—Devuélvemelo al final de la clase —dice. Gabriel nunca le devuelve el lápiz y ella jamás lo reclama.

Hacerse compañía es una parte natural de la rutina. Podría pensar que incluso antes de todo ese desastre también lo había sido. Ana no detiene su andar para preocuparse del significado de los hechos. Nadie se acerca a Gabriel, lo que no es diferente al antes, y todos siguen rodando los ojos cuando habla. Todo es igual, solo con árboles menos.

Aunque a veces Marcela le habla y Julián la insulta y Gabriel inicia las conversaciones, muy de vez en cuando, tan sombrío como siempre. Dice el otro día leí una cosa en Internet y Ana escucha la explicación musitada que, a veces, si el tema es lo suficientemente apasionante, se convierte en una voz clara. Y eso es distinto. Es nuevo. Tal vez no mejor, pero hay suficiente diferencia como para que el paladar de Ana pueda deleitarse con el proceso de adaptación.

Caminan juntos a la luz del sol, en pavimento caliente. Gabriel se rebusca los bolsillos, en ocasiones, y saca sus manos vacías. Ana le está hablando del último examen de Cálculo cuando él esconde ambas manos dentro de sus bolsillos, levanta los hombros y suspira. Ana deja de hablar.

—Oye —dice él. Ella lo mira de reojo—. Tengo una pregunta que hacerte. Bueno, no. No es una pregunta. Es un... pensamiento.

—Solo dilo.

Gabriel la mira con cautela, como si ella fuera un perro rabioso. La hace sentir como uno cuando le dedica esos ojos.

—Aún no entiendo por qué haces esto —murmulla—. O lo de antes. No era necesario, pero lo hiciste igual. Las cosas buenas. No sé si me explico.

Ana mira el filo del bosque. Tiene dos escenarios en mente: ella en contra de toda su clase en defensa de un compañero que no le dirigía la palabra a nadie, mucho menos a ella, y ella en contra de su grupo en defensa de un compañero que quizás no lo merecía. Es lo mismo, dos veces, y Ana debería tener una respuesta que sea mejor que decir era lo correcto. Muchas cosas son las correctas. La pregunta es el porqué.

—Porque somos amigos —dice, pero suena vago y tonto, así que sus dientes castañean y la obligan a seguir hablando— y tú...

Ana cierra la boca. No hay plan alguno sobre cómo seguir esa oración. Solamente existe allí, ahora, frente a ellos, sin fin. Ana traga saliva amarga, le dice a su corazón que se calme porque no está pasando nada. No es nada. Un lapsus.

—Porque eres mi amigo —responde a la par de acelerar el paso. Gabriel la contempla por varios segundos y Ana teme que haya entendido las palabras que se enredaron en su lengua.

Gabriel solo le sonríe, como esa noche fuera de su casa al darle las gracias. Una sonrisa de verdad, que le dibuja líneas en sus ojeras y le hunde hoyuelos en las mejillas. Lo hace ver despierto y vivo y joven. La hace sentir especial.

—Okay. Cool —es todo lo que le replica a eso. Lo puede escuchar suspirar—. ¿Qué decías sobre Cálculo?

Ana sabe que mañana es posible que Gabriel pase todo el día en silencio, cavilando pensamientos que nadie más puede tocar. Puede que viva la semana así. Puede que se duerma en clases y sueñe con fuego, o simplemente tome el estúpido lápiz y lo apriete una y otra vez hasta cansarse los dedos. Algunos de sus compañeros seguirán opinando que es una suelta y una traidora. Gabriel aún debe cumplir su sentencia. Los árboles aún deben crecer.

Pero, por ese momento, bajo un sol de plena tarde, Ana se permite pensar que ambos son muy afortunados.


Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora