31. Onomatopeya 6

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—Ana.

Su mamá está asomada en el umbral de la puerta de su cuarto, luciendo contrariada. Es raro. Las únicas cosas que hacen que su mamá se vea así son cuentas sin pagar y cuando los discursos políticos interrumpen sus teleseries de la tarde. Cara de tragedia, diría su padre. Ana levanta la mirada de los libros desparramados en su cama.

—¿Sí?

—Gabriel te busca.

Ana parpadea. Son las ocho de la noche y las calles están cubiertas en oscuridad. Se pone de pie con cuidado y sigue a su mamá a la sala de estar, donde la puerta está junta para mantener el frío lejos y su papá está mirando las noticias. Ana frunce el ceño.

Antes de atreverse a mirar a Gabriel, Ana se enfoca en abrir la puerta y cerrarla detrás de sí. Solo los faroles iluminan las calles; ni siquiera la luna se ve en el cielo nublado. El frío le hela los dedos de inmediato y una brisa congelada se mete entre su ropa.

Gabriel está allí y Ana entiende la cara de su madre porque Gabriel se ve—extraño. Todavía está vistiendo su ropa de gimnasia y la chaqueta de Marcela. Tiene los ojos un poco demasiado abiertos, el rostro rojo por el frío y los labios pálidos. Ana se soba las manos, se acerca con cautela. Gabriel le está mirando los pies descalzos.

—¿Gabriel?

—Perdón —dice Gabriel sin esperar ni un segundo. Suena falto de aliento—. Me sentía... —Hace un gesto que Ana debería poder traducir, pero solo le parece incoherente—. Y no quería ir donde mi papá. Mi mamá aún no llega. No sé...

Se palmea los pantalones. Ana no sabe si está en busca de algo o necesita secarse las manos.

—Esto es estúpido —murmura—. Hice algo que no... no debí haber hecho.

—¿Qué hiciste?

No escucha sirenas, así que no hay nuevos árboles ardiendo ni casas siendo devoradas por llamas. Aun así, Gabriel suspira y mantiene la vista en el piso entre ambos.

—Perdón por venir a molestarte a esta hora —dice robóticamente. Parece estar leyendo palabras proyectadas en su mente—. Mi mamá ya debe haber llegado, así que...

—Entra. —Solo entonces Gabriel la mira a la cara. Ana intenta sonar amable, pero no surge natural y está segura de que su voz debe sonar vacía y forzada—. Ya que estás aquí, entra.

Gabriel obedece. Ana decide no cuestionarse nada más cuando están ambos dentro de su sala de estar, observando a su padre no prestarles atención alguna, demasiado absorto con la televisión. Gabriel, de todos modos, murmura buenas noches. El padre de Ana lo examina por un segundo y regresa su atención a lo suyo.

Ana considera que esa es una excelente reacción, considerando que tienen al pirómano del pueblo en su casa. El problema es que, teniendo a Gabriel adentro de su casa, ya no sabe a dónde más llevarlo. Se debate entre empujarlo a la cocina o a su dormitorio cuando su madre se aparece por el pasillo, sonriendo de una manera que vaticina preguntas fuera de lugar. Ana reprime un suspiro.

—Un placer conocerte, Gabriel —dice ella. Gabriel asiente y murmura algo que podría confundirse con el placer es mío si lo hubiera modulado un poco más—. He oído harto de ti.

Gabriel baja la mirada. Ana se estira la camiseta solo para ocupar sus manos con algo.

—¿Quieres beber algo? —le pregunta a Gabriel, quien se toma dos segundos completos para responder.

—No, estoy bien. Debería irme. —Agrega eso último como una muletilla automática. Ana intenta sonreír, abre la boca para decirle tácitamente que por su propia sanidad mental preferiría que no hiciera eso, pero su madre se le adelanta.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora