40. A eso que le tienes miedo

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Eso no salió cómo había esperado. Su papá está hablando por teléfono. Gabriel puede oírlo, pero no verlo; tiene las manos en los ojos. Todo fuera de su piel es agua turbulenta y no quiere mirar, lo ahogarán si se atreve a alzar la mirada, así que él se queda dónde está, si bien no recuerda haberse acuclillado en el suelo. Aún tiene sangre en la boca.

Su papá dice mira, no sé, dejó de llorar recién, pero estuvo así como por media hora y no me escuchaba nada de lo que decía. Ahora tampoco me escucha. No hace nada. ¿Crees que—? Pregunto porque supongo que tú sabes, ya. Amparo, por favor, enfócate. ¿Qué quieres decir con eso? No hice nada. Solo se puso así. Es urgente—

Sucederá algo horrendo. Gabriel lo sabe, todos sus órganos se lo dicen y hasta el agua en que su cerebro flota se lo grita. Así que Gabriel no abre los ojos y lo mantiene lejos, lo suficiente como para no sentirlo, pero puede verlo acercarse a pasos de gigante, mostrarle los colmillos y las palabras añejas y podridas. El preámbulo del pánico. Le cosquillea el rostro. Los insectos que anidan en su cerebro han puesto sus huevos alrededor de su corazón y cada uno está haciendo su espacio en cada ventrículo, vibrando antes de nacer y romperle cada pared venosa, surgir desde su garganta y por su boca.

—Gabriel, por favor, mírame.

No. Imposible.

—Me estás asustando, Gabi.

¿A él qué le importa eso?

—Tendré que decirle a tu mamá que venga y la asustarás a ella también.

¿Por qué tendrían que estar asustados? ¿Qué está haciendo que pudiera asustar a alguien? Es él el que tiene miedo. Siempre ha sido él. No hay nada más aterrador que un adolescente hiperventilando, piensa, y se le escapa una risita sin aire que no escucha.

Su papá lo tironea hasta dejarlo sentado en el sofá. Gabriel se quita las manos de la cara, pero solo mira sus rodillas y no se mueve ni cuando el gato regresa y se recuesta a su lado. Las sirenas en su cabeza aún no se apagan, pero suenan tan distantes que prácticamente se apagan cuando la sombra de otra persona opaca las luces que caen encima de él.

—Gabi —dice su mamá—, mírame.

Su mamá se agacha. Él la mira. Sus ojos lo están examinando, escrutando cada centímetro de su rostro. Se detienen por un momento en su labio y regresan a sus ojos.

—Tu papá me llamó —responde lo que Gabriel ya sabía. La sonrisa suave en sus labios desaparece—. ¿Qué te pasó en la cara?

Gabriel no puede no mirar a su padre por un segundo. Cuando vuelve su mirada a su mamá, ella ya se está poniendo en pie y él aún no arma una buena excusa. Quizás no necesita una. Su mamá le acaricia el cabello y se lo ordena infructuosamente.

—Necesito conversar con tu papá —dice. Su voz está cuidadosamente templada—. Anda a tu habitación un ratito. Luego vemos si quieres que regresemos a la casa.

Gabriel obedece. Es lo que siempre hace. Se mueve como robot y, una vez en su cuarto, deja su mochila en el suelo y se quita los zapatos y se esconde entre las mantas de su cama. Se tapa hasta por encima de las orejas y se queda con los ojos abiertos mirando la oscuridad.

A cuatro metros de distancia, separados por una pared de madera, su madre intenta no gritar, pero él puede escucharla igual. ¿Qué mierda le hiciste esta vez, Danilo? Te dije que está pasando un mal rato, no necesita que vengas tú y tus...

Gabriel se pone de pie. No puedes estar malcriándolo toda su vida. Ya casi es un adulto. Abre su mochila y saca sus audífonos. Se arrastra de regreso a la cama.

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora