62. Maneras tradicionales de ver las cosas

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Gabriel tiene una hoja de papel doblada entre sus manos y la mirada atenta de su psicóloga encima de él. Hay una vergüenza nueva acomodándose en su garganta: solo escribió dos líneas, muy significativas, pero que ahora parecen muy poca cosa. Cumplió, al menos, y eso es lo que se dice para animarse a entregar la carta.

—Escribiste muy poquito —dice ella, sin ningún tinte de crítica en su tono—. ¿Estás satisfecho?

—No se me ocurría mucho qué decir. Y eso lo escribí en un... —Gabriel titubea— momento de inspiración.

No ha podido replicar ese minuto de euforia, tal como había esperado que ocurriera. Ha tenido sus minutos para lamentarlo: acostado en su cama, muy despierto y en medio de la oscuridad, tratando de entender que el ruido de las ramas de los árboles de sus vecinos son nada más que eso y no los sonidos furibundos de una figura preparada para arrastrarlo fuera de su cama. Es una pelea usual—Gabriel dejaría de ser él mismo sin sus escapadas mentales, supone, pero tienen un aire diferente. Puede oír a su mamá. A veces se sigue levantando a buscarla. Más a menudo, últimamente, se vuelve consciente de que en su casa de verdad solo viven dos personas.

Su mamá no ha insistido sobre que vaya a ver a su papá. La ha escuchado tener conversaciones encolerizadas por el teléfono, que empiezan con Danilo, ya hablamos esto y siempre acaban con es su decisión, ¿de verdad no se te ocurre por qué no querría verte? Normalmente, su papá corta primero. Gabriel lo nota porque ahí es cuando su mamá maldice entre dientes, lo que ya es bastante raro, y luego se disculpa con él.

—Sé que no te gusta esa clase de lenguaje —le dice y él, siempre, sin falta, se encoge de hombros. Su mamá le pide perdón muy a menudo últimamente, ya sea por eso o por despertarlo con el ruido de la aspiradora o por tener que quedarse hasta más tarde trabajando y no poder llegar a su diario ritual del té. En ocasiones, de un modo que lo deja con muy pocas maneras de insistir que no es tan sensible, le pide disculpas después de regañarlo por no lavar los platos cuando es su turno de hacerlo. Gabriel agradece el gesto en la misma medida en que le encantaría que a veces lo llamara mocoso flojo de mierda con el mismo furor que Enzo asegura que su madre se lo dice a él.

Ha de ser porque eso los haría más normales y cada vez que Gabriel se pilla a sí mismo en eso se sacude, se endereza, intenta apreciar que nada en su casa sea como debería ser porque, si lo piensa bien, nunca ha vivido como las demás personas ni pensado como ellas, así que quizás si todo empezara ahora a ser así él tampoco sabría qué hacer.

Ahora, aquí, su psicóloga le sonríe.

—¿Un momento de inspiración? —dice—. Tu mamá me contó que empezaste un jardín.

—Algunas semillas deberían germinar la próxima semana —responde, por decir algo, y usa esa palabra, germinar, porque fue lo que le corrigió Ana cuando él no supo explicar qué hacen las plantas al escapar de sus cascarones. Las semillas no tiene cascarones, dijo ella, y él respondió que era discutible: todo tiene cascarón, si lo miras desde cierta perspectiva, y allí ella simplemente se lo quedó contemplando por largo rato—. Aunque ahora necesito más dinero y no sé cómo...

—¿Más? ¿Por qué?

—Por el teléfono, aún. Y quiero ayudar a pagar la cuenta del agua porque se gasta mucha al regar.

La mujer se ríe.

—Dios, ¿qué vamos a hacer contigo? —murmura sin malicia—. ¿Pero te parece bien lo que escribiste?

—Sí —responde con toda la convicción que tiene en el cuerpo e incluso no es suficiente para que no se muerda el labio y baje la mirada—, pero...

Cómo (no) morir después de quemar un bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora