El temblor de la luna en el agua

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La belleza es un concepto amplio, subjetivo. Es tanto el rugido como la flor, desde el fuego hasta el mar, según quién lo mire. Pero no creo que exista persona en la Tierra que se atreviera a si quiera percibir a Narcissa Malfoy como una mujer que careciera de este atributo. Suaves mechones rubios corrían por su cuello, y si alguna vez naufragaras en ellos, no querrías salir de su tormenta jamás.

Amycus Carrow yacía hasta el fondo, enterrado entre la arena, deseando tanto que la marea subiera, como que bajara. Literal, y metafóricamente.

Todo él ardía. Si intentaba abrir los ojos, mil tonos de azul vendrían a él, llevándose por momentos las laceraciones que cruzaban su pecho sin remordimientos. Pero no podía mantenerlos por mucho, porque empezarían a arder también.

Su querida hermana se hizo oír por sobre el agua.

— ¡Amycus!

— ¡Amycus!

— ¡Amycus!

Tiró de él. Él no tenía más voz para gritar, aunque todas sus fibras se encontraran desgastadas hasta el punto de la agonía. Ella lucía frívola y estoica, a comparación de la playa en la que se encontraban. Las palmeras ondulaban a acompañamiento del viento nocturno. A acompañamiento de la mente de Amycus.

— El señor...

— Puede irse a la mierda, el señor.

Por supuesto que puso mala cara. Su hermana era devota, y él también. Pero una vez que te torturaban por amor al sufrimiento humano, bien podías mandar a toda tu devoción al infierno. La fémina lo ayudó a mantenerse en pie. A regresar a casa. Esa pequeña orilla les pertenecía, después de todo. Ella recargó su rechoncha cabeza cobriza sobre el hombro magullado de él una vez llegaron a las puertas de su residencia. Oh, estaba tan cansado.

— ¿Alecto?

— ¿Hmm?

— ¿Avisaste a Narcissa? — Un suspiro pesado salió de los labios de ella. No quería volver a verse inmiscuida en el tema. Cambió de posición, de manera que pudiese tener a la persona que más le importaba en el mundo de frente. Asintió.

— Es necesario que sepa que a su hijo no le queda mucho tiempo. Necesito protegerlos.

— No, no lo necesitas. Dime una cosa, hermano. Y elige bien tus palabras, porque podrías romperme el corazón. ¿Tú...? ¿Tú y Narcissa están...?

— No.

Fue tajante. No iba a hablar de ello, no con su hermana. Ella no lo tomaría bien, y tampoco ayudaría a Narcissa de ninguna forma. Los adulterios no eran bien vistos, y sabía que en cuanto Lucius saliera de azkaban, iría por su cabeza. Él amaba a su esposa, y probablemente haría cualquier cosa por ella. No lo culpaba.

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— Mira, guapete. Ahí está tu cuchurrumina desteñida, deberías ir a decirle que ya te perdone, porque esto de pasar tanto tiempo contigo me está dando migraña.

— Cállate, Blaise.

Era cierto, en parte. Pero el slytherin no lo había buscado. Él sólo seguía su rutina nocturna diaria; se levantaba a mitad de la noche en dirección a la torre de astronomía, con la vaga esperanza de ella estuviera ahí. Esa esperanza se diluía entre los reflejos de la luna en el lago que alcanzaba a ver desde el balcón, pues nunca tuvo éxito de cruzársela de nuevo. En una de tantas, Zabini lo había escuchado dejar la habitación, y a su señora chismosa interior le apeteció seguirlo. El condenado podría caminar en un salón recubierto en papel de celofán lleno de dragones voraces usando zapatos de tap, y de alguna manera no despertaría a ninguno.

Un caramelo a la vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora