Con los rulos de un vil color ordinario cayendo por su espalda, como sus sueños. A veces no eres lo que eres, ¿verdad? A veces nadie lo es. Sabe que podría ser mejor, pero la mentira ya es tan grande, que hasta se la ha creído ella misma. Se mira al espejo, y en lo profundo, espera que lo que se refleja en el mismo, no sea su rostro, ni su alma.
Quizás fue culpa de todo el cúmulo de situaciones que nunca vivió lo que la hace tan ella. Porque claro, siempre debe de haber algún culpable. Achacarse la respectiva falla. Entrando en detalles, quizá la completa culpa era de sus padres, por traerla al mundo de clase alta. De la aristocracia, por decidir que unos eran mejores que otros. De la evolución, por delinear lo que vendría siendo su especie. Del puñetero universo, por existir, y hacer existir todo lo demás.
Pero es difícil enojarse con la totalidad del espacio y del tiempo, de todas las formas de la energía, materia, impulso, leyes y constantes físicas. Era extremadamente agotador estar en constante desacuerdo con el creador de tu miseria, de tu felicidad, y de tu miedo.
Era un cansancio infernal el tener que lidiar con un padre que se enfocaba en robar oro bajo el disfraz de un político privilegiado, mientras se intoxicaba a morir en su oficina, esa a la que nunca pudo entrar, porque no era bienvenida.
Era agobiante ser cruelmente ignorada por una señora de mediana edad a la que ni siquiera le recordabas el nombre. Era abrumador tener tres pisos de puros lujos para ti sola, cuando lo único que alguna vez llegaste a anhelar fue ser envuelta en los cálidos brazos de la mujer de rizos dorados que veías cada vez que te atrevías a pasar por delante del salón de té. Siempre estaba rodeada de otras señoras de la misma edad, pero ninguna tan bella y delicada como la mujer de rizos dorados, la de nombre desconocido.
La elfina que se hizo cargo de su educación, insistía en que debía llamarla madre, pero nunca tuvo siquiera la breve oportunidad de hacerlo. Tenía once cuando murió, de soledad, según se supone. No se enteró hasta casi un año después, cuando volvió del colegio, que la bellísima mujer de rizos dorados pasó al otro plano. La primera vez que estuvo tan cercana a su propio progenitor fue la vez que la mansión se vistió de un imposible color negro, y llevó flores blancas hasta un trozo de mármol exquisitamente grabado con un nombre que nunca reconoció como familiar.
Muchas brujas de extravagantes sombreros de plumas y encajes lloraban a la bruja fallecida, pero ella nunca derramó una lágrima.
Ella siguió implorando atención, sólo que comprobó que, si lo hacía de una forma mucho más violenta, recibía más interés de parte de los demás individuos.
Además, era mucho más fácil gritarle a los demás todo aquello que no podía vociferarle al universo.
Definitivamente, ser aquella chiquilla de rulos marrones y ojos de un apagado color ámbar, era sumamente extenuante. Era muy difícil ser Tracey Davis, y no abandonarse en el intento.
Pero somos lo que decidimos ser. Y en la recta final, ella decidió ser la peor versión de sí. Tracey Davis perdió su batalla.
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¿Sabes cuál es la peor parte de hablar de ti?
Dar al oyente todo el arsenal necesario para destruir cada fibra de tu salud mental.
Abrirse a otra persona era terriblemente absurdo, era debilidad. Era exponer sus miedos y vender sus sueños. Era ser humano, y en definitiva, a él no le gustaba sentirse así. O sí le gustaba, y por eso hizo lo que hizo.
Y una mierda, que se había ido a confesar con la chica más desquiciada de toda Inglaterra. Una que comprendía su amor por los alimentos dulces. Una que no compartía todo aquello que se te había enseñado desde que cagaste el primer pañal.Una que creía en criaturas invisibles, y usaba zapatillas olor a sandía.
Su corazón latía con desenfreno cada vez que la idea de que la niña de ojos saltones fuera de pasillo en pasillo soltando tus banalidades le pasaba por la cabeza. El ceño se fruncía, al igual que uno de sus impotentes puños. Se sentía cálido, pero no como el regazo de su madre en una noche de tormenta. Cálidamente sofocante, con las mejillas al rojo vivo, y algo en el pecho contrayéndose por el mismo fuego que amenazaba con salir de su cráneo.
¿Era acaso la vergüenza? ¿El insistente sentimiento de haberte puesto en ridículo?
Lo cierto es que Draco Malfoy trató de olvidarlo, de olvidar que alguna vez habló con ella. Pero el insomnio llegó para recordárselo.
Pronto desearía que un par de rumores fueran su peor problema.
Mientras llegaba la tragedia, se pasaría los días tratando de evitar a Luna, quién se hizo hueco a empujones, sin piedad alguna, aunque pareciera pacífica y pequeña. Aunque siempre llevara consigo un par de florecillas, o ropa demasiado grande para ella, y para cualquier otra persona. Aunque fuera todo aquello que el rubio nunca aspiró a conocer.
No duró demasiado, pues a la semana, dicho manojo de aparente calma, llegó de nuevo, a asegurarse de que no la extrañara demasiado.
— ¿Ahora sí aceptarás mi collar anti-nargles?
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N/A:
Qué bonito todo lo que me han dejado en los comentarios/reviews. Se me complicaron un poco las cosas, pero por fin actualicé esto. Ah.
¡Gracias por leerme!
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Un caramelo a la vez
FanfictionLuna Lovegood es una de esas rarezas que de repente surgen de los antojos de la naturaleza. Yo no sé si tú creas en el destino, pero ciertamente, Draco Malfoy no lo hace. Es más, maldice su suerte y aborrece a los estúpidos sentimientos que llenan s...