Me sonrojas los días grises

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— A veces creo que eres un hada.

La luz lunar podía ser fantasmal. Podía recordarte a noches de tormenta no muy alejadas del presente, que junto con cada relámpago azotaban algo mucho más atemorizante; gritos de almas delirantes, en tortura infinita. Noches de dar vueltas sobre sí mismo, intentando conciliar el descanso a base de pociones para dormir sin soñar, que una madre administraba bajo temor a su único crío, intentando cuidar su sueño, pues no podía cuidarlo de la realidad.

Sin embargo, bajo el plenilunio decembrino había algo menos terrible y más puro. El reflejo de la luna se deslizaba como seda a través del ventanal que daba a un gran puñado de constelaciones. Acariciaba un rostro pálido con destreza, y en lugar de darle un toque mortífero, la hacía relucir. Un ángel, una dríada, una elfina. Ella podría ser cualquier cosa que se involucrara con la luz y la magia. Ella era quimérica y su tocaya lo sabía.

— Yo también. — Él subió una ceja, y esbozó una ceja burlona. Eran pequeños gestos de los que nunca podría deshacerse, aunque estuviera en frente de un ser celestial, como era el caso.

— Qué modesta.

La torre de astronomía se había vuelto su lugar. En poco tiempo, el impasible, insensible y tirano prefecto había caído directamente en el embrujo acaramelado de cierta cabecita rubia.

Se reunían con devoción dos veces por semana, en las noches. En este punto, era todo lo que anhelaba. No había mejor momento que cuando cruzaba el arco de la entrada y la veía trenzar florecillas, sentada con toda su gracia en el suelo, o pintando sinsentidos, o incluso practicando el arpa para nadie en específico.

Al parecer ella lo hacía a menudo, sólo que en el bosque. Él se negó rotundamente a volver a esos parajes, pese a que su última experiencia no fue... Mala.

En algunas ocasiones sólo se sentaba en el suelo y la observaba. Era cómodo estar en su compañía, aunque en realidad pocas veces hablaran. Le gustaba estar bajo el silencio de la menor. Le gustaba cuando lo miraba de vuelta. Le gustaba cuando lo rompía y tarareaba alguna cancioncilla que sólo ella conocía.

Pero también le gustaban los repentinos brotes de verborrea que tenía la chica de vez en cuando.
"Draco, ¿Cómo fue tu día?, Draco, ¿puedo pintar tu perfil?, Draco, ¿crees que mis dioneas se estén secando?, Draco, ¿te gustaría morir de viejo?"

Usualmente ella sacaba la conversación. Hasta que se le antojó muy grosero de su parte ser siempre tan seco con alguien que era siempre tan genuina.
Así que se animaba a hacer preguntas, también.

¿Por qué siempre estás pensando en lo impensable?, ¿No crees que mi nariz es un poco más recta?, ¿Por qué mierda tienes plantas carnívoras en tu habitación?, ¿de qué crees que vas a morir tú?

¿Por qué te tratan tan mal?

"Porque aquellos que no son felices, no les gusta ver felices a las personas, Draco"—Pareciera que ella encerraba todas las respuestas del universo dentro de su pequeña bolsita amarilla. Draco se preguntaba si algún día llegaría a creer en al menos la mitad de cosas que salían de su boca. Nada tenía lógica, y a la vez, siempre eran las preguntas adecuadas, acarreando las respuestas acertadas.

¿Por qué siempre la trataban tan mal? Pese a que ella ya había ofrecido una respuesta, él sacó sus propias conclusiones.

Porque eran una mierda, eso eran. Si de algo estaba seguro, era de que a él no le gustaría ver a Luna siendo infeliz. Nunca.

Aunque al final, y, sobre todo, bajo cierto público, él también resultaba ser una mierda.

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Un caramelo a la vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora