Estrambótica.

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Si agudizaras el oído en cualquier pasillo del castillo, podrías enterarte de muchas cosas. Los chismes corrían como la pólvora, y era fácil hacerte alguna especie de fama. Te enterarías de banalidades, como que ella era atípica, estrafalaria, singular. Seguramente tenía las respuestas de todo. ¿A qué sabían los colores? A algodón de azúcar, diría ella. ¿A dónde miraban los girasoles cuando la implacable noche se apoderaba de un trocito de mundo? Soñaban con el sol, diría ella. ¿Había vida en otros planetas? Naturalmente, diría ella.

A veces, todo el mundo cree que tiene el derecho de juzgar, de analizar, de murmurar.

A veces, todo el mundo te lastima.

A veces, todo el mundo te hace dudar de tus mismas convicciones.

A veces, todo el mundo tenía la sensibilidad de una cucharita de té.

A veces, no puedes ser tan fuerte.

Dicen que tememos de lo que desconocemos. Pero, ¿Cómo vamos a temer de algo que ni siquiera sabemos que existe del todo? Muchas veces, las personas no necesitan que los demás las entiendan. Sólo necesitan que les dejen en paz.

Mientras era aborrecida por sus irreverencias, era aclamada por su serenidad, por su inagotable creatividad, por la luz que cargaba siempre. Pocos eran los que realmente le apreciaban, pero de entre esos pocos, estaba ella misma.

Después de todo, seguía siendo humana. Seguía cargando con todos los defectos que esa raza trae consigo. Hacía muchos años, había iniciado un conflicto bélico; en las trincheras se escondían sus virtudes, mientras que sus defectos tiraban a matar. Mas logró encontrarse a ella misma; a ignorar, a perdonar.

Después de todo, estaba en su naturaleza tener esa paz previa a la guerra, que pone nerviosos a los valientes, y que convierte en salvajes a los cobardes.

Le costó, pero al final, sus defectos se convirtieron en virtudes. Aprendió a amar sus ruinas, y a encontrar belleza en su incendio. Después de todo, a lo mejor, al desastre sólo hay que abrazarlo.

A ella le funcionó mejor que cualquier otra táctica o estrategia de guerra; porque sí. Porque había ganado todas las batallas. Clamaba victoria, se declamaba vencedora. Y estaba orgullosa de ello.

Poco se habla de cuánto cuesta llegar hasta donde se está actualmente.

Con todos sus dilemas internos, se dirigió a la biblioteca, teniendo que saltarse la clase de historia de la magia para poder congeniar en tiempo y forma con alguien que probablemente estuviera estancado en la misma contienda de sentimientos que ella cruzó hace tiempo. De mente terca y corazón puro, así era Luna Lovegood. Y su anhelo de turno, era ayudar a Draco Malfoy a ganar su batalla.

Sabía que él estaría ahí, leyendo algún tomo de transformaciones, que era, en secreto, su materia favorita.

Sabía que él estaría ahí, sin otra compañía que su libro, quien era, en secreto, su mejor amigo.

Y sabía todo esto, porque, cuando no frecuentas la interacción humana, te limitas a observar. Entró sin más incertidumbre al lugar, y tomó asiento al frente de él. Apenas lo hizo, el mayor levantó la mirada, y luego, dio una mirada al lugar, asegurándose de que no hubiera nadie más que ellos dos. Parecía casi una especie de paranoia.

— ¿Lunática?

— No, sólo es Luna.

— Ya. ¿Qué demonios quieres?

— No tienes que fingir más. No hay nadie.

El rubio enarcó una ceja, dubitativo. ¿De qué hablaba la contraria?

— ¿A qué te refieres?

— Sé que tu reputación es muy importante para ti.

— Lo es. ¿Y eso qué?

— Sé que tienes mied-

— Yo no tengo ningún miedo. — Interrumpió el chico, impasible.

— Sí que lo tienes. Tienes miedo a la gente. A lo que opinan, a lo que ven.

— No me conoces. — Remarcó, haciendo gala de la mejor cara de póquer que poseía.

— Tienes razón. Pero es que no me dejas. No me permites ver a través de ti.

Fue entonces que el mago puso una cara de incertidumbre mal disimulada. ¿De qué rayos hablaba esa chiflada con olor a sandía?

— Pues no lo intentes, y vete a buscar a tus criaturas imaginarias.

— ¿Te refieres a los nargles? No son imaginarios.

— Como sea. Sólo...sólo vete. — El rubio rodó los ojos, sumamente abrumado.

— ¿Te gustan los picnics? Porque estás cordialmente invitado a uno.

— ¿Q-qu-...? — Era impresionante la velocidad con la que la contraria cambiaba de tema, de pensamiento, de actitud.

— En la jardinera. Después de tu clase de herbología.

— P-per-

— Nada de peros. Tú hiciste algo por mí, y ahora haré algo por ti.

Seguido de eso, se levantó con gracia y dejó atrás a un muy confundido Draco Malfoy, que, muy a su pesar, debía admitir que le intrigaba de una manera anormal. ¿Iría al día de campo? Sería sumamente extraño. Quién sabe. Quizás la bruja sólo quería tener un amigo por primera vez en su vida.

Pero él no lo necesitaba; tenía a Pansy, a Blaise... aunque Blaise fuera un soberano idiota, y aunque Pansy fuera una chismosa irritante, pero, amigos, ¿O no?

Además, en este punto de su vida, tenía mejores cosas qué pensar. No podía distraerse, no era el momento. Su padre seguía encarcelado, y un aura lúgubre se extendía ansiosa por su entorno. Ni siquiera podía imaginar lo que vendría. No, sólo imaginaba la decepción que seguro sentiría Luna cuando él faltara al picnic, y un pequeñísimo nudo se apretaba en su estómago, causando una desagradable sensación de incomodidad. Y es que, no podía ir, no, no debía.

¿Para qué ir?

Arriesgaba demasiado. No iba a ayudarle en nada, ni a ella tampoco. Debía resignarse a aceptar que aquel sentimiento de orgullo por haberla ayudado había sido de todo menos molesto, pero no iba a dejar que se saliera de control. Eso le pasaba por tener instantes fugases de debilidad. Ahora ella seguro pensaba que era la persona más encantadora del mundo, y estaba lejos de la verdad.

No, definitivamente no iría. Y ella tendría que desilusionarse. 




Un caramelo a la vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora