Mírame brillar

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Draco Malfoy podría ser muchas cosas, como lo somos todos. Después de todo, contenemos multitudes; de sentimientos, de recuerdos, de lugares, de defectos que opacan nuestras virtudes. Y mientras que nunca fue un mediocre, el venazo de cobardía arremetía contra su vida de una forma u otra. Y era ingenuo, sumamente ingenuo, al pensar que confiar en una chica de ojos azules y saltones sería uno de sus peores errores.

— Me agradas.

Una chica de voz aguda, pero, de todas formas, la única voz que le aclaraba sin énfasis de conveniencia, cinismo o rodeos lo mucho que le agradaba. Una voz a la que nunca contestaba, puesto que en su insana consciencia le sonaba absurdo, ridículo.

Quizá un día aprendiera que era mejor decir las cosas cuando hubiera oportunidad, antes de que, inevitablemente, simplemente, fuera muy tarde.

Es sólo que ese día, él no sabía lo mucho que le agradaba ella.

Habían pasado un par de días, probablemente. Días en los que pasaba más tiempo con rubias que con morenas. Días en los que huyó de la toxicidad reflejada en los altos cristales que separaban el lago de una sala común pintada de verde. Días en los que se permitió, sólo un poco, ser Draco, y no Malfoy.

Si ahora le preguntaran por qué se encontraba a altas horas de la noche caminando sin aparente rumbo entre ramas secas y espinas que se le atoraban en el dobladillo de la túnica, seguiría sin respuesta. Sería demasiado sencillo decir que era su culpa; que ella, y sólo ella, lo había arrastrado hasta el bosque; ella y su voz aguda, y sus orbes intensos, y su insistencia. Ella, y su mano infinitamente pálida, pero extrañamente cálida que se había prendido de la suya en algún punto del recorrido. Pero eso significaría suponer que él estaba allí por ella, y, qué humillante.

Interminables abedules blanquecinos se alzaban sobre ellos, imponentes, haciéndole preguntarse la razón por la que Luna no presentaba ningún signo de turbación, y seguía poniendo un pie frente a otro, sin titubear. Parecía que podría recorrer el lugar con los ojos vendados, sólo poniendo su palma libre ante la corteza irregular de todo aquello alrededor.

Él por otra parte, recibía los impulsos de agarrar con fuerza a la menor, devolver cada uno de los pasos, y llegar a los límites del colegio. Con temor, debía de admitir que estaba aterrorizado. Por ella y por su bosque. Por ella y todo lo que se movía a su dulce alrededor. El miedo nunca es malo. El miedo es una alerta de parte del cerebro; te dice que tengas cuidado. Te dice que estés preparado, porque algo sale de tu normatividad. Y era completamente entendible que alguien acostumbrado a alfombras persas y ropaje de lino fino le tuviese un terror profundo a la oscuridad, donde sabías que había mucho más de lo que pudieses imaginar. Y no monstruos, sino criaturas reales, pequeñas y feroces, como los mosquitos, crisopos roñosos, serpientes y Luna Lovegood.

Internándose cada vez en la oscuridad, una especie de no sé qué comenzó a bailar en su estómago. Pero no era un tango, o un ballet, si no una danza folclórica que le zapateaba las tripas de manera dolorosa.

— ¿Ya hemos llegado?

— Espera un poco más.

La negrura que se presentó ante ellos era tan intensa, ilimitada y absorbente, que no podían ni siquiera definir la silueta del otro. Ahora comprendía por qué había tomado su mano. Esta situación, en el futuro, llegó a convertirse en un sentimiento. Uno repulsivo, pero a la vez calmante, porque a pesar de estar sumidos en un mar oscuro y lleno de criaturas nocivas, tenían la certeza de tenerse.

Estaba seguro de que estaban en una pequeña explanada, rodeada de árboles que impedían atisbar siquiera un trozo de cielo. Un jalón por parte de su guía le obligó a imitarla y tomar asiento en el suelo. Era una noche cálida, una noche cálida como la mano que seguía sin soltarle. Y quizá esta narración esté siendo igual de repetitiva que sus recuerdos, porque siempre que tiene oportunidad, vuelve a este recuerdo; a esta noche.

— ¿Qué...?

— Míralas. Míralas brillar.

Levantó la vista cuando una tenue esfera de luz saliera de la mismísima nada. Y seguida de la primera, llegó una segunda. La tercera, la cuarta, la quinta. Puntos de luz amarillenta, del tamaño de uvas inmaduras, que les rodeaban a ambos, haciendo frente a la invasiva oscuridad, como valientes soldados. Y de repente, fueron muchas más; decenas y decenas, bailando de allí para allá sobre el forro negro de la noche.

— ¿Luciérnagas?

La ravenclaw asintió, aunque él no podía verla.

— A veces vengo aquí, a bailar con ellas.

Muchas más llegaron. Era como si la rubia les diera confianza, como si la quisieran. Y cuando fueron tantas, tantas, que el lugar adoptó una luz tenue, capaz de alumbrarles las caras y los destellos del cabello, fue como si ella misma fuera una de ellas, bailando entre ellas, riendo delicadamente, irradiando luz propia.

Fue cuando la vio brillar.

Y fue cuando el miedo se fue, por estúpido y asqueroso, y humillante, y ridículo que suene. 

Un caramelo a la vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora