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Te tengo en mis manos, dulce rostro susurrando a mi piel que no te deje.

Ojalá las hojas que caen en invierno me llevaran consigo, y más nunca tener la dicha de verme en la cima de la ciudad.

Te veo desde las profundidades de la gloria; donde no puede ser alcanzada.

Dicha la de los ricos que pueden volar sobre tí.

Porque aún así, viviendo en el centro del mundo; no puedo verme con similitud a los dichosos.

Vivo en la lejanía del amor fraternal, esperando por los piadosos.

El cenizo de las paredes refleja en mi alma cada noche de luna llena, cuando me despido de la luz del día.

Mi compañero se fué ayer, quizá era mi hermano, aunque nunca se lo dije.

Las rarezas existenciales de mis días se resumían ante el anhelo de pertenecer a la tradicionalidad de la vida.

Nadie parecía quererme, pero era feliz en la idea remota de estar viviendo.
Porque así debía ser.

Justo al despertar, el collar que cuelga sobre mi pecho me hace recordar la afinidad del dolor.

Que cada vez mi mano lo acuna con mérito para aferrarme al pasado.

Las luces intermitentes de mi mesa de noche, que me hablan de lo silencioso que parece el mundo cuando dormimos, pero no aquí en mi ciudad.

Pues bien puedo escuchar el murmullo de las llantas sobre el asfalto.

El escándalo de las celebraciones y el hito de los desastres, todo en un mismo lugar.

¡Qué dicha tenemos los huérfanos de New York!.

Conocemos la vida en sí, porque alguien más la vive por nosotros, la ciudad misma con sus achaques de miedo y euforia.

Somos nosotros en ella, a quienes la realidad les otorga el precio de no tener familia.




Gaby Wilde

Los Huérfanos de New YorkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora