》Capítulo 4 - Castillo de naipes《

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Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
Marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
Ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y de mis uñas
Y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Pablo Neruda

Cuando era pequeño, solía esperar con ansias las cenas de los viernes por la noche, donde en el salón de su casa se reunían las mejores familias y amigos de sus padres. Todos se vestían elegantes como si se tratara de una gran celebración, e incluso a su madre le gustaba contratar a un pianista para musicalizar la velada.
Aquellas noches, solía observar a su padre con atención; sus gestos, sus palabras, sus movimientos, su elegancia. Todo lo almacenaba en su pequeña cabeza, anhelando convertirse en alguien como él cuando sea mayor.
Por qué cuando sos pequeño, tu padre es tu héroe, tu superman o spiderman, tu modelo a seguir por qué para él nada es imposible. Y Sergio para Pablo no fue la excepción.
Su pasatiempo favorito era ir con su padre al estudio de su familia, recorrer las calles de Tribunales, los inmensos pasillos del poder judicial o al club cuando se reunía con su entorno a jugar golf; para Pablo, todo ese frívolo mundo era maravilloso.
Hasta que comenzó a crecer y se dio cuenta que ese mundo que él creía una maravilla, era sólo una fantasía; una pantomima, donde nadie miraba más allá de su propio ombligo y no importaba pisar cabezas con tal de alcanzar sus objetivos.
Por qué cuando sos pequeño y te dicen que la felicidad está en el poder, en la abundancia de dinero, vos elegís creer. Elegís confiar en esa persona que es tu héroe.
Pero todo cambió cuando al cumplir los seis años, le entregaron junto a su regalo de cumpleaños el uniforme del colegio que, tiempo más tarde, se convertiría en su segunda casa. Pablo aún no podía comprender lo que significaba aquello y las palabras de su padre lo confundían todavía más.

-Esto es algo para celebrar, Pablo.- decía con dureza.- son los cimientos de tu futuro. Cambia la cara, no seas maricon.

Él solo asintió fingiendo comprender, aunque en realidad no podía. No entendía por qué debía alejarse de su familia e incluso llegó a pensar que lo enviaban pupilo porque ya no lo querían, porque querían sacarselo de encima.
Y un poco era cierto. Pablo cuando no estaba en el jardín de infantes, pasaba sus días en esa gran casa jugando solo o con su niñera, a excepción de cuando le permitían invitar a su mejor amigo Tomás, cuya familia era amiga con la suya.
Su padre ya no tenía interés en que fuera con él como solía hacerlo antes y eso lo entristecía; era como si su sola presencia, le molestara.
Además de presenciar escenas o escuchar cosas que un niño de seis años no debería, como por ejemplo gritos ahogados provenientes de la habitación de su padre y ver a éste en situaciones extrañas, con mujeres que no eran su madre. Jamás olvidaría los golpes que recibió cuando su padre lo vio abrir la puerta, así como tampoco olvidaría el rostro de la mujer rubia sobre la cama que lo observaba avergonzada; ambos estaban desnudos y ella tenía sangre en el rostro al igual que en su cuerpo, acompañada de diversas marcas, como si hubiese sido víctima de una golpiza en un extraño contexto.
Su padre le hizo prometer que no le diría nada sobre eso a su madre y le regaló un walkman para comprar su silencio. Pablo aceptó, sin ser consciente del momento que había presenciado.
Aun ahora con veintitrés años había momentos en los que continuaba pensando en eso, intentando descifrar cuál fue el momento en que se dio cuenta que su vida de maravilla era una mentira y que todo era tan frágil como un castillo de naipes, que se derrumbaba con un simple soplido.

𝑬𝒍 𝑯𝒊𝒍𝒐 𝑹𝒐𝒋𝒐 {𝑷𝒂𝒃𝒍𝒊𝒛𝒛𝒂}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora