La sonrisa de mamá es preciosa. Se gira para mirarnos mientras nos peleamos. A papá le enfada mucho que no nos riña, porque le cansan mucho nuestras chiquilladas. Pero mamá siempre sonríe, y no solo con la boca, también con los ojos verdes tan bonitos que tiene. Si ella nos dice que nos quedemos quietas, le hacemos caso. A papá no, porque siempre chilla. Me pongo de rodillas para mirar por la ventana, aunque me molesta un poco el cinturón de seguridad, pero papá se enfada si no nos lo ponemos.
Mi hermana y yo siempre jugamos a ver quién de las dos ve a más animales por el camino. Siempre gano yo, pero es porque hago trampa. Cuando pasamos por un sitio en el que hay vacas, yo siempre cuento por lo menos cien. Seguro que las hay, así que no es tanta trampa. Pero ahora es de noche y no se ven ni vacas ni nada. Por eso contamos farolas. Pero es menos divertido. De día también jugamos con mamá. Intentamos adivinar de qué color es el coche que se nos va a cruzar. A veces también juega papá, pero siempre se pica porque no gana nunca.
Ya me aburro de contar farolas, prefiero mirar al cielo y ver las estrellas. A mamá le gustan mucho. Siempre subimos al desván y ponemos el telescopio. Mamá me enseña la luna y las constelaciones, que se ven mucho más grandes si las miras por el tubo. A mí me gusta mucho una constelación que se llama Orión. Tiene tres estrellas muy juntas; mamá dice que es su cinturón. A mí no me parece que sea eso, porque una constelación no lleva pantalones. Pero mami es más lista que yo, por eso le hago caso siempre. Una vez vimos una estrella fugaz y pedimos un deseo. Mamá dijo que si contabas lo que habías pedido no se cumplía, por eso yo no se lo dije a nadie nunca. Tampoco sé lo que pidió ella, porque no le puedo preguntar.
Cuando miramos las estrellas, papá se apoya en la puerta y nos mira. Sonríe mucho cuando nos ve así. Una vez le pregunté a mamá por qué hacía eso. Me respondió que era porque nos quería mucho y le gustaba vernos contentas. Pero yo creo que a quién quiere es a ella, porque le brillan los ojos siempre que la mira.
La vez que me contó cómo se habían conocido, se ilusionó tanto que hasta lloró. Fue muy raro ver a papá así. ¡Con lo malo que es siempre! Bueno, siempre no. Pero chilla mucho. Antes no era así. Cambió cuando le dieron el trabajo nuevo. Ahora ya no tiene tiempo para jugar y siempre está muy cansado. Cuando yo era más pequeña, me hacía cosquillas y sonreía tanto como mamá. Pero ahora siempre está enfadado y cuando llega a casa solo quiere dormir o estar con mami. Se sienta a su lado y le agarra la mano. Ella le mira y sonríe más que nunca. Se quieren mucho.
Sigo mirando las estrellas, pero mi hermana se aburre y empieza a picarme. Me hace cosquillas con el dedo en las costillas. No me gusta nada que haga eso. Le pego para que pare, pero se pone más tonta. Papá ya empieza a suspirar y mamá se da la vuelta y nos sonríe como siempre. Yo quiero parar, no me gusta enfadarles.
Pero ella me sigue picando y me canso. Le chillo, pero no me deja en paz. Es tonta, no sabe que papá se enfada más y mamá deja de sonreír. Luego me echan la culpa a mí y no quiero. Ella no para, sigue pinchándome, me molesta, le grito... Papá se enfada de verdad y se da la vuelta. Ahora chilla él y mi hermana se queda muy quieta. Hasta mamá grita...
Las luces de los otros coches nos deslumbran. Papá gira el volante pero ya es tarde. Se oye como un trueno, me doy un golpe contra el asiento y duele mucho. Saltan los cristales y todo se mueve con más fuerza, muy rápido, hacia todas partes, es como si volásemos... No quiero llorar, pero las lágrimas se me escapan. Al final ya no se oye nada, ya no se mueve nada, ya no se ven las luces.
Llamo a mamá, pero nadie dice nada. Me suelto el cinturón de seguridad, que me hizo mucho daño con el golpe. Todos están muy callados. Me da miedo que nadie hable. Me acerco al asiento de mamá y le cojo la mano. Tengo miedo... Está manchada de rojo. No quiero llorar, pero las lágrimas se me salen solas. No se mueven, nadie se mueve, sólo yo.
Se oyen las sirenas de los policías y los bomberos. Vienen a por nosotros. A mí me cogen y me llevan lejos de mamá. Yo pataleo, quiero quedarme con ella, no quiero dejarla sola. Las lágrimas se me escapan, ya no puedo ver nada... Todo está borroso, no puedo respirar. Fue mi hermana. Yo no. No fue mi culpa. ¡Yo no tuve la culpa! ¡NO!
La culpa no fue mía. ¡Maldita sea! Despierto cada noche con la cara llena de lágrimas, intentando respirar, casi sin conseguirlo, con el corazón a mil por hora. No soy capaz de librarme de las putas pesadillas que me atacan desde que era una cría. Me acosan cada noche, me roban la posibilidad de soñar algo agradable. La culpa no fue mía, lo sé; todos los jodidos loqueros por los que pasé se encargaban de decirme lo mismo. No fui la culpable. Fue solo un accidente; no existen culpables en los accidentes.
¿Le explicarían eso mismo a mi padre? Sobrevivió al choque, pero eso sí, perdió las piernas por el camino. Que le expliquen que, si mi hermana y yo no hubiésemos estado peleando, no habría pasado nada; que, si él no nos hubiese mirado, las dos seguirían vivas. No lo vi más que un par de veces desde que salió del hospital. Se largó a quién sabe dónde, a malgastar el resto de su vida con litros y litros de vino barato. Se convirtió en una víctima del accidente y decidió comportarse como el puto lisiado en el que se había convertido, de cuerpo y de mente.
Me contaron que nunca estaba sobrio. Al no poder trabajar, la pensión no era suficiente para mantener la casa, así que se lanzó a subasta y el pobre diablo gastó todo el dinero de la venta en alcohol. Si al menos hubiese sido whisky. Las veces que hablé con él, pasaba de mí, como si nunca hubiese sido su hija. No me extraña. Supongo que siempre llevó dentro de él las ganas de estrangularme por haber sido la culpable del choque. Sí, sí, sí, ya lo sé. Fue un accidente, pero para mí que él no se había dado cuenta todavía. O quizás los que se equivocaban fueron los que me trataban a mí. Además, el cabronazo se culpaba a sí mismo. Poco podría haber hecho yo desde la casa de acogida por un padre lisiado y borracho que acabó sus días como un perro abandonado. Había perdido a su mujer, al único motivo de su felicidad. De poco le valía yo, una niña chillona que le había obligado a volverse en el peor de los momentos. Me odiaba tanto que huyó para evitar volver a verme. Me dijeron que había muerto de frío en la calle, como un perro.
Me abandonó. Pero no le culpo de nada. Él no fue el culpable, ni yo tampoco. No hay culpables en un accidente. Me esfuerzo día a día por creerme estas patrañas, ante la puta botella de whisky. Juro que intento con todas mis fuerzas no caer ante los mismos errores que mi padre. No puedo evitarlo. El alcohol ahoga mis penas, y quizás algún día me ahogue del todo a mí como hizo con él.
Ya no miro las estrellas; el telescopio está enterrado debajo de dos décadas de telarañas, igual que todos mis recuerdos. Pero cada noche, cuando me ataca el jodido pasado, su sonrisa vuelve a iluminar mi alma, para recordarme aquel deseo que una vez había pedido a una estrella fugaz. ¡Joder! ¡Había pedido ser como ella!
Quería llegar a ser la mujer hermosa y deslumbrante que había sido mi madre. En esas mismas noches, cuando hundo mi cara en el agua helada de la asquerosa palangana, que apenas consigue despejarme, clavo mis ojos verdes en el reflejo que me devuelve el puto espejo. Allí está. El rostro de mi madre me reta con la mirada. Pero entonces también veo la cicatriz de mierda de mi pecho, donde estaba el cinturón que salvó mi vida y condenó mi alma a pasearse por el puto infierno en el que se convirtió mi existencia.
Entonces lo entiendo. Le falta algo a ese reflejo que jamás va a llegar a tener, lo único que me falta para convertirme en todo lo que ella era: la sonrisa. Eso era lo que la definía, lo que la caracterizaba, lo que enamoraba a todo el que la veía... Sí, mi físico es el que heredé de ella, a pesar de las huellas del tabaco y el alcohol. Pero mi alma nunca será como la suya. Las jodidas cicatrices de aquel accidente no sólo están marcadas en mi piel. Rompieron la puta vida de una cría en mil pedazos, se llevaron su corazón. Mi corazón.
No fue culpa mía, no existen culpables en un accidente. Los loqueros lo saben, son autoridades. Pero no puedo creerlos. Recuerdo aquel preciso momento, aquel instante antes de que todo se desbocase, mi padre se dio la vuelta y gritó mi nombre, mi nombre, mi nombre... Y dicen que no fui la culpable, que no existen los culpables en los putos accidentes de mierda. ¿Quién sabe? Quizás algún día consiga creerlo.
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11 ROSAS
KurzgeschichtenOnce historias independientes, monólogos de mujeres que cuentan lo que les ha tocado vivir. *** ÉL 11/09/2020 Una mujer se enamora de un pintor mucho mayor que ella que parece que sólo se interesa por su arte. LOCA POR ELLA 11/10/2020 Tras un encue...