NAVEGANDO POR SU MIRADA

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Silencio. Sólo llegan a mis oídos algunos ecos lejanos cuyo origen no podría llegar a concretar. Son como voces alegres discutiendo las últimas clases; puertas que se abren y se cierran con un estruendo que recorre todo el cuerpo del edificio; páginas de libros, apuntes y libretas que se mueven entre los dedos curiosos de los pocos estudiantes que quedan; ruidos de cafés al otro lado de la facultad, junto con el chirrido de las patas de las sillas que todos provocan cuando creen que se merecen un buen descanso; alguien arrastra una bolsa de basura; tiran de las cisternas de los baños...

Al estar todo tan silencioso cada ruido es todo un mundo. Mis pasos resuenan como uno más de esos ecos, como uno más de los espectros que pasean un viernes por la mañana en la desierta facultad. Recorro todo el trecho que hay entre la entrada principal y la puerta de clase. Como las sillas de la cafetería, yo también arrastro las piernas, sabiendo que merezco un respiro que no voy a conseguir. Cuando llego a su rincón, dejo de ser dueña de mis actos. Ya no puedo moverme con la libertad que siempre había tenido cuando ella estaba aquí. No soy capaz apartar la vista de esa ventana alejada del resto de los seres vivientes que, como yo, acuden un viernes a clase. Las ramas del viejo árbol llaman mi atención como si fuesen una llama y yo una simple polilla.

No puedo olvidarla, creo que nunca podré. Las hojas del pino apenas filtran un rayo de luz aislado; la oscuridad es casi total. Recordar cada momento que he pasado allí con ella, recostadas sobre la fría piedra del curioso edificio. ¡Era tan sencillo hablar con ella! Ni siquiera nos hacía falta un tema. ¿Qué importaban el todo o la nada a su lado? Imposibles de olvidar, sus profundos ojos oscuros regresan a mi mente cada vez que cierro los ojos. ¿Qué habrá sido de ella?

Porque era así: sus ojos me atravesaban de miles de formas distintas cada vez que los fijaba en mí. Cada mirada era un sentimiento, algo que no necesitaba expresar con palabras, algo que solo yo entendía. Algunas veces me anunciaban una barrera imposible de atravesar, que no me dejaría llegar a su lado: ni siquiera me atrevía a intentarlo. Otras, parecía que el resto del mundo se esfumaba por completo, que solo quedábamos ella y yo, que sólo me tenía a mí, que me necesitaba... Su mirada me decía que yo era todo su mundo. Y, aunque no fuera cierto, me gustaba ignorar la realidad para quedarme a su lado creyéndola mía. Buscaba con sus pupilas todo el amor, el cariño y la compasión que yo pudiera darle; me suplicaba que estuviese a su lado, que la ayudase a superar los obstáculos que se atravesaban en su camino: yo solo quería huir de tal responsabilidad. Pero nunca lo hice. Abandonarla significaba perderla. Y pese al miedo, nunca quise que eso sucediese.

Y entonces, en un instante, esa necesidad de mí que había sentido tan acuciante se desvanecía como por arte de magia, como si solo hubiese sido una ilusión. La sombra de tristeza desaparecía y tan solo quedaba ella, confusa y delicada, me tendía la mano para que la tranquilizase antes de un examen, o me susurraba sus dudas una vez más.

Siempre ocurría lo mismo: la inmensidad de sus pupilas se clavaba en mi alma, dibujando con sus finos labios carmesíes una ligera sonrisa. Pero al instante siguiente lanzaba las miradas que más me dolían, las que no podía soportar de ninguna manera, las que se compadecían de mí y me traían de vuelta a la realidad. Recordaba en aquellos instantes que eso era lo único que ella llegaría a sentir por mí: lástima. Cada sonrisa comprensiva se clavaba en mi corazón como una advertencia: no te acerques o volverá a pasarte lo mismo. Nunca pude hacer más que seguir inconscientemente los dictados de sus distintas miradas. ¡El miedo me tenía tan paralizada!

¡Compartimos tantos momentos, tantos instantes, tanta dulzura! Pero a pesar de todo, jamás la vi llorar. Sus ojos no dejaron escapar ni una sola lágrima en mi presencia. Quizás no existía tanta confianza entre nosotras, quizás conmigo se sentía diferente. No lo sé, supongo que nunca llegaré a entenderla tan bien como ella me entendía a mí. O quizás, y solo en el mejor de mis sueños o en alguna de mis fantasías, ella no necesitaba más que una mirada para mostrarme toda la tristeza que inundaba su alma, que nadaba por momentos en la profundidad de sus hermosos ojos marrones. En esos instantes, permanecía atenta a sus ojos, esperando la llamada que me indicase que me permitiría alegrarla con un beso. Pero sabía que no hacía más que mentirme a mí misma con el mayor de los descaros. Y, al final, acababa por hundirme en los remordimientos, en la pena de saber que nada de lo que yo dijese, ninguna caricia que le regalase, serviría para alejar sus temores y traer de vuelta su sonrisa cálida y luminosa. ¡Me sentía tan impotente!

11 ROSASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora