¿Duermes? Sí, tus ronquidos se escuchan por todas las habitaciones de la casa. Tu ropa está esparcida por el suelo; la mía también, pero destrozada. Esta vez no pienso recogerla. Te lo advertí. Ya estoy cansada de buscar lo poco que me queda de dignidad pedacito a pedacito, como los cristales del jarrón de la entrada, con cuidado de no cortarme.
Se acabó aguantar, se acabó escucharte pedir perdón. No vale de nada todo eso si, cada día, a la misma hora, vuelves a casa borracho y con ganas de partirme la cara, como si fuera la primera vez. La primera vez... Todavía la recuerdo. Tardé demasiado en darme cuenta de lo que pasaba, me costó tres costillas rotas y una buena colección de cardenales. Pero no podía decirle la verdad a nadie.
Las vecinas escucharon tu sarta de mentiras, mientras les ponías esa sonrisa tuya que a mí tanto me gustaba cuando nos conocimos, y que ya no me dedicas a mí desde hace demasiado tiempo. A nuestra niña le explicaste que mamá se había portado mal y que habías tenido que castigarla, que si ella era una buena niña y no se lo contaba a nadie la llevarías al parque todos los días. Si por lo menos hubieras cumplido... Mi madre al principio no te creía. Pero ¿cómo dudar del marido perfecto que se va del trabajo para cuidar a su mujer en el hospital tras la caída aún a riesgo de quedar en el paro con la que está cayendo?
Las primeras veces me pedías por favor que no lo dijese, que no volvería a pasar. Pero las peticiones se convirtieron en amenazas y luego pasaron a palizas preventivas. Se hizo difícil de soportar en silencio. Pero nadie me habría creído si hubiese tenido el valor de confesar la verdad. Nadie habría dudado de ti. ¿Cómo podrían si ni siquiera yo me lo creo todavía?
Pasó mucho tiempo desde aquella primera vez: DEMASIADO.
Ahora que te veo ahí, dormido, indefenso... Ya no me pareces tan terrible. Pero te conozco lo suficiente como para saber que te has convertido en un monstruo insaciable, incapaz de hacer algo por los demás, incapaz de preocuparte por otra cosa que no seas tú mismo y el maldito alcohol.
Viéndote ahí, calmado, sin representar un peligro para mí, incluso puedo imaginarte como eras antes: amable y cariñoso. Pero las cicatrices que me dejaste por todo el cuerpo me recuerdan que eso es imposible, que nunca volverás, que ahora sólo eres un bestia más de esos que salen por televisión asesinando a sus mujeres. Las cicatrices de mi alma, esas que tú niegas que existan, escuecen cada día más y me obligan a buscar la única salida posible. No quiero que me hagas más daño. Ni a mí ni a mi niña.
Lo hago por ella. A mí ya me daría igual. Llegaría a acostumbrarme. Pero nuestra hija no se merece esto. No se merece crecer entre la violencia de cada noche, con mis lágrimas de cada mañana. No voy a permitir que destroces su vida de la misma manera que has desbaratado la mía.
Apenas sabe hablar, pero ya entiende lo suficiente como para preguntarme ¿por qué?. ¿Y si un día regresas más borracho de la cuenta y le pegas a ella también porque te la encuentras en el salón conmigo viendo una película? ¿Le harías daño a tu hija? No puedo correr ese riesgo. Lo hago por ella... Si ella no hubiese nacido, moriría antes que dejarte, dejaría que tú me matases con tus propias manos si eso es lo que deseas. Así quizás te darías cuenta del monstruo en el que te has convertido. De que cuando dices que me quieres mientras dejas caer la mano sobre mí, no sólo me mientes a mí, sino a ti mismo.
Pero a pesar de todo ella existe y es mucho más importante que cualquier sentimiento que mi corazón albergue todavía hacia ti. O incluso que el agotamiento que me haría quedarme para morir a tus manos. Ella merece una vida, una mejor que esta. Y ahora por fin estoy dispuesta a dársela, aunque tenga que empezar de cero. No me asusta tanto el mundo, de verdad que no, me das mucho más miedo tú. No será difícil resistir, salir a flote; tengo un motivo que va a tirar de mí cuando crea que no puedo seguir: no pienso fallarle a mi niña. Me la llevaré lejos de tu lado para que pueda crecer como una niña normal. No querría que no volvieses a verla, pero no permitiré que lo hagas si no cambias antes. O eso, o al final nos perderás a las dos.
Ya sé que estoy siendo muy cobarde, huyendo a escondidas, con la oscuridad de la noche que me cubre, mientras sigues borracho. Quise hacerlo muchas veces, ya he perdido la cuenta. Pero nunca llegué más allá del recibidor. Eso me hace pensar qué diferencia habrá hoy, ¿podré pasar de esa barrera que mi mente se ha impuesto para evitar que te abandone? No lo sé, no lo sé...
Imagino el daño que voy a hacerte, pero también sé que el dolor pasará, tanto el que puedas sentir tú como el mío propio. Porque, aunque no lo creas, a mí también me duele irme; no he dejado de quererte, sigo queriendo al hombre con el que me casé, pero el monstruo que eres ahora no es él. En la riqueza y en la pobreza; en la salud y en la enfermedad; hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas? Supongo que me prefieres enferma. O muerta.
Sé que, si no me voy ahora, si me quedo sólo por ti, será nuestra hija quien lo pague. Y no creo que ni tú quieras que eso suceda. Y aunque me siento muy, muy cobarde, creo que por fin he conseguido reunir el valor suficiente para dejarte mientras duermes. Lo hago así porque sé que, si esperase a que te despertases, si intentase razonar contigo, acabarías convenciéndome de que me equivoco. Suplicarías, llorarías; lo mismo que hacías cada vez que te pedía que cambiases, que no fueses tan violento, que no volvieses a pegarme. Me prometerías que ibas a ser como antes, que volverías a ser el mismo, y yo tendría que creerte una vez más. O podría encontrarte en un mal momento y tener que soportar otra paliza. Ahora mismo no estoy ni física ni psicológicamente preparada para aguantar ninguna de las dos cosas, así que me iré de puntillas para que no te despiertes, te dejaré con los recuerdos y con la sensación de lo que pudo haber sido nuestra vida, de todo lo que has destrozado.
Dejaré los papeles del divorcio encima de la mesa. No sé si los verás... Pero sé que cuando lo hagas acabarás arrepintiéndote de todo. Algún día me entenderás, volverás a leer esta carta y podrás ver por fin las cicatrices que me has dejado, las heridas abiertas que me separan de ti, mi corazón roto y la necesidad que me empuja a llevarme a nuestra hija lejos de ti.
Me gustaría despedirme con un hasta luego, pero no quiero mentirte. Si hoy conseguí el valor para marcharme, no voy a estropearlo todo volviendo cuando intentes convencerme de que eres distinto. La verdad es que tengo la esperanza de no volver a verte nunca más para no tener que resistirme a ti de nuevo. Creo que es algo que sólo podré hacer una vez en la vida, el tiempo suficiente para irme.
Me iré muriendo de pánico, mientras me voy acercando despacito a la puerta temblando de los pies a la cabeza como una niña. ¿Qué tendrá hoy de diferente? ¿Hasta dónde llegaré? Puedo comprobarlo ahora mismo, aunque me da tanto miedo como quedarme contigo, porque puede ser que pase, que me rinda de nuevo y me quede. Pero espero que hoy sea diferente, que hoy llegue por fin, que gire la manilla y salga arrastrando las maletas; que baje las escaleras y atraviese el portal con mi niña de la mano. Porque si no es hoy, mañana puede que no siga viva para intentarlo. No seré una de esas mujeres de las noticias. Hoy he reunido el valor suficiente para despedirme y pienso aprovecharlo. Te prometo lo único que puedo darte ahora: nunca olvidaré al hombre con el que me casé. Nunca. Te he querido más que a mí misma, pero no más que al fruto de nuestro amor. Espero que lo tengas en cuenta y que entiendas mis razones. Por favor, si aún me quieres un poco, no me busques. Haré lo posible porque no puedas encontrarme. Adiós, amor mío. Hasta nunca.

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11 ROSAS
Historia CortaOnce historias independientes, monólogos de mujeres que cuentan lo que les ha tocado vivir. *** ÉL 11/09/2020 Una mujer se enamora de un pintor mucho mayor que ella que parece que sólo se interesa por su arte. LOCA POR ELLA 11/10/2020 Tras un encue...