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Vicious

—La voy a arruinar.

Jugueteé con un bolígrafo entre los dedos, el bolígrafo de Criada que le había quitado en McCoy's.

Ni siquiera se había dado cuenta de que me lo había llevado, estaba demasiado alterada como para percatarse de lo que pasaba, y así era exactamente como la quería. El bolígrafo tenía la punta mordida, cosa jodidamente típica de Emily. En la clase de matemáticas solía dejar lápices mordisqueados cada día sobre su pupitre.

Puede que yo los recogiera. Puede que yo los salvara.

Puede que todavía estén en algún cajón de mi viejo cuarto. Cuando eres un adolescente salido, pasan mierdas como esa.

Sentado en la silla ejecutiva, me empujé desde el escritorio y me acerqué a las ventanas que iban del suelo al techo y ofrecían vistas a Manhattan.

La gente decía que Nueva York los hacía sentir pequeños. Pero, a mí, Nueva York me hacía sentir jodidamente grande.

Desde mi punto de vista, estaba sentado en el piso veintitrés de un rascacielos y la planta entera era de mi propiedad. Treinta y dos personas trabajaban allí, y pronto serían treinta y tres, cuando la señorita LeBlanc se incorporara, y todos respondían ante mí. Dependían de mí. Me sonreían cuando nos cruzábamos en el pasillo, a pesar de que yo era un cabrón maleducado. Quiero decir, ¿cómo iba Nueva York a hacerme sentir pequeño cuando lo tenía agarrado por los cojones y había reservado una mesa a última hora en el Fourteen Madison Park para esta noche?

Algunos eran propiedad de Nueva York y otros eran dueños de Nueva York. Yo estaba entre los segundos. Y ni siquiera vivía permanentemente en la maldita ciudad.

—No vas a arruinar a tu madrastra —se rio Dean, quitando importancia a lo que había dicho. Yo seguía contemplando las vistas de Manhattan. Él hablaba por el altavoz del teléfono—. Has visto demasiado Pinky y Cerebro. Aunque no quieres conquistar el mundo, solo quieres cagarte en las vidas de otros.

—Anoche me envió un mensaje en el que decía que aterriza en Nueva York esta tarde y que quiere que despeje la agenda para ella —le conté, enfadado—. ¿Quién se cree que es?

—¿Tu madrastra? —El tono de voz de Dean era ligero y divertido.

Eran las cuatro y cuarto de la mañana en la Costa Oeste, justo la franja que separaba la noche y el día. No es que me importara una mierda. Él todavía no se había acostumbrado a la diferencia horaria. Había vivido en Nueva York los últimos diez años de su vida. Y era un tipo tranquilo por naturaleza, el cabroncete.

—Y, para ser justos, se supone que ya tendrías que estar de vuelta en California. ¿Por qué tardas tanto? —preguntó—. ¿Cuándo vamos a cambiarnos otra vez?

Por el teléfono, oí a la mujer que estaba en la cama con él —en mi cama de Los Ángeles, joder qué asco— emitir un gemido de protesta porque él estaba hablando demasiado alto. Me lamí los labios y jugueteé con el bolígrafo de Criada. Tenía que decirle que la había contratado, pero decidí esperar hasta la semana siguiente. Él no tenía ni idea de que ella había vivido en Nueva York todos estos años, y yo quería que eso siguiera así.

secret.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora