Emily
Rosie regresó de All Saints el lunes por la mañana, sonriente y con muchas historias sobre la nueva máquina de coser de mamá y la extraña fascinación de papá por un programa de televisión llamado Princesitas. Debía admitir que hacía mucho que Rosie no tenía tan buen aspecto.
Sonreí a pesar de que mi corazón se había roto e intenté parecer alguien que no estaba perdiendo la cabeza por un hombre que específica y reiteradamente había dicho que solo buscaba sexo ocasional.
Hablamos. Durante muchos minutos, quizá incluso una hora, pero no escuché. No realmente. La habitación daba vueltas a mi alrededor, como si fuera una bailarina que giraba sobre la punta de las zapatillas, y en mi borrosa visión solo lo distinguía a él. Sus ojos oscuros. Su rostro enfadado. Su aire.
Me provocaba incluso cuando no estaba aquí.
—¿Viste a Vicious? —pregunté al fin, un tanto apresurada. Odiaba sonar esperanzada, y odiaba que todo cuanto sabía de él me hiciera desearlo todavía más. Todo era muy estúpido, y yo era una idiota que tenía que afrontar la realidad: sentía algo por un hombre famoso por carecer de sentimientos.
Rosie se encogió de hombros.
—Pasó por la casa, recogió algunas cosas de su antigua habitación el día de Nochebuena, después de que tú llamaras. Yo le di el pésame y él, como respuesta, me hizo el gesto de jódete. Parecía enfadado. Quiero decir, siempre lo parece, pero esta vez parecía a punto de agarrar una escopeta y empezar a matar a todo el mundo sin perdonar a hombre, mujer, gatito o perrito. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Claro. En la oficina siempre está así —respondí, cortante.
—Por cierto, ¿por qué no estás trabajando? Ah, sí, hoy es el funeral. ¿Te ha dado el día libre?
O, todavía mejor, ¿has dejado el trabajo?
Miré al suelo y apreté los dientes.
—Todavía me lo estoy pensando.
Lo cierto es que, en realidad, ya lo había decidido. Era más fácil aceptar la oferta de Vicious cuando éramos solo dos adultos con capacidad de consentir y un pasado un tanto turbio. Pero,
desde entonces, había descubierto lo que en realidad quería de mí —que hiciera algo ilegal: mentir a Jo— y eso, junto a los mensajes maleducados y exigentes que me había mandado, me hicieron sentir tan prescindible como él siempre había deseado que me sintiera cuando vivíamos en la misma casa.
Pero lo que más me había dolido era que me había tomado en la cama de mi ex. Eso era lo más humillante. Esa era la parte que deseaba olvidar desesperadamente, pero no podía.
Mi hermana dejó escapar un amago de risa que no llegó a florecer.
—Por favor, dime que no te acostaste con él mientras estuve fuera.