Emily
Me lo merecía.
Literal y figuradamente, yo había creado este embrollo.
Empezaba a sospechar que me gustaban los capullos. O, al menos, este capullo en particular. Por ejemplo: Dean había sido encantador, simpático y educado conmigo y lo había dejado no una, sino dos veces. Vicious me trataba de forma aleatoria y era brutal y maleducado y, sin embargo, me había acostado con él. Cuatro veces en seis horas. Y algunas de esas ocasiones ni siquiera habían sido en una cama, algo que yo nunca había hecho.
¿Qué me pasaba? ¿Cómo le había permitido follarme contra la puerta del despacho?
Me di cuenta de cómo me observaban todos cuando salí de su oficina para ir a comprar el almuerzo. Patty me siguió con la mirada y arqueó una ceja al verme caminar hacia el ascensor mientras me arreglaba el vestido con una mano y me alisaba el alborotado cabello con la otra.
Luego, fui en busca del estúpido bocadillo que había pedido Vicious.
No obstante, debía confesar que estuve a punto de correrme cuando me invitó a mudarme con él a Los Ángeles. No porque realmente considerara la idea de trasladarme allí —era una cuestión de principios, él me había echado y ahora no tenía ningún derecho a ordenarme que volviera—, sino porque me quería tener cerca.
Removí el café en mi vaso de plástico con un bolígrafo mordisqueado y lo contemplé a través de la pared de cristal desde la amplia recepción donde charlaba con Patty. La oficina estaba desierta, pero, aun así, él había insistido en que trabajáramos todo el día.
Vicious caminaba por su despacho mientras hablaba por teléfono con el altavoz activado; siempre con el altavoz, pero, desde fuera, no se oía ni una palabra.
Patty me preguntó si podía consultarle si ella podía marcharse temprano porque tenía que empezar a preparar la comida para el día de Nochebuena, que era al día siguiente.
—Vamos, guapa —me urgió—. Mis nietos necesitan los bizcochos de su abuela. No les gustan los que se venden en las tiendas. Todos sabemos que son basura.
—¿Por qué no se lo preguntas tú misma? —respondí, frunciendo el ceño. La respuesta era obvia, pero sabía que ella asumía de manera errónea que sería más agradable conmigo.
—¿Por favor? —Sentada en su silla, unió las manos en gesto de súplica y me miró con ojos
esperanzados tras los gruesos cristales de las gafas de leer—. Solo quiero ver la sonrisa en sus rostros cuando los sorprenda. Su madre está pasando por un divorcio muy desagradable. De verdad que les hace ilusión esta comida conmigo.
Recordé cuando, hacía ya muchas navidades, había cocinado con mi abuela.
—Vale, lo haré, cuando termine la llamada en la que está.
Patty volvió la pantalla de su ordenador hacia mí para que lo viera. Ya eran las tres.