''...habibi ya nour el-ain...´´
...Jerôme.
Caminaba por la acera, de puntillas, para no mojarme los zapatos -aún más-. Caía un auténtico diluvio, al más puro estilo bíblico. Esquivaba los charcos como todo un bailarín, haciendo piruetas y saltos. El automóvil, que a duras penas pude comprar, se lo había dejado a ella. Las gotas de lluvia sonaban como disparos al chocar con la tela de mi paraguas y chubasquero. Sin duda, las personas sensatas pasaban en casa temporales como estos, con manta y películas. Pero Nadine no era, ni por asomo, el paradigma de la prudencia. Los dieciséis meses que restaban para la exposición de la tesis lucían, en su cabeza, como cuatro días. Le advertí que el pronóstico meteorológico de hoy no sonaba muy bueno para salir. Tampoco quiso acudir al archivo de la Universidad, que estaba a dos facultades de nuestra estancia. Tenía estas cosas.
Recuerdo los tiempos en que nos estabamos conociendo. Solía repetir, como para grabarlo en mi mente, que no le gustaba la leche con café. En nuestra primera cita, luego de cenar en aquel exquisito restaurante italiano, se pidió un café con leche. Me contrarió. ¿Acaso no era lo mismo?. Ese fue, también, el primer día que dormimos juntos. Desperté primero y quise llevarle el desayuno a la cama. En un miniexperimento psicológico, adulteré ligeramente su versión predilecta del café au lait, añadiendo un poco más del lácteo y transformándolo en lait au café. Me senté frente a ella para verla beber, y escupió el primer sorbo en toda mi cara. No, no era lo mismo.
He ahí mi chica. Mi perla magrebí, como acostumbraba a decirle, entre tantos epítetos. Una desorbitante combinación de intelecto, sensibilidad y mil manías. Los ingredientes que acabaron por atraparme. Una gran felicidad me invade al pensar que fui el único en detectar toda su maravilla, o bien no quiso que otro lo hiciese. Pero quizás lo más llamativo no era su forma de ser, sino como fue capaz de cambiar la mía. Le dio un vuelco radical a mi vida. Me alejó del triste pasado que, a la espalda, pesaba un mundo. Simplemente tenía el beso preciso, el abrazo justo, el sexo certero. Solo había alguien más loco que ella: yo, por haberme enamorado de su extravagancia.
Al fin, llegué. Era un edificio enorme. Había sido construido en 1921, un año después de que el Gran Líbano -con iguales fronteras y capital que hoy- se separase del Mandato, compuesto además por Siria y una pequeña parte al sur de Turquía. La Bilioteca Nacional era de las pocas cosas buenas que dejó el período de dominación francesa en este país. Subí la pequeña escalinata de la entrada. Puse mi mano derecha en el pomo de la puerta y lo giré. Entré al recinto, cerré mi sombrilla y me deshice del impermeable. Dejé los artículos mojados en una esquina. Agité, con los dedos, mi cabello húmedo. Recorrí el vestíbulo.
Me detuve en la recepción. La bibliotecaria tenía los pies cruzados, encima del escritorio, y limaba sus uñas postizas mientras silbaba una canción pop. Carraspeé. Dejó de mirarse la manicura para posar sus ojos en mí. Se abrieron como platos y sus mejillas se tornaron rojizas. Pegó un salto de la silla. Acomodó, detrás de las orejas, los mechones de pelo en su frente. Desarrugó su camisa blanca de uniforme y elevó sus pechos con las manos. Subió también la falda oscura tanto como pudo. Yo contemplaba, antipático, su torpe ritual de seducción.
- Buenas tardes, cielo.- me saludó, dibujando un mohín con sus labios y pestañeando en exceso.
- Hola.- correspondí secamente.
Rebusqué en el bolsillo de mis pantalones. Saqué el carnet y se lo extendí.
- Cuéntame, cariño... ¿qué tal va la Universidad?.- preguntó, tomando un bolígrafo.
- Bien.- contesté, igual de aséptico que al principio.
- ¡Pobre!. Parece que la tesis se te resiste.- rodeó el buró.