Capítulo 20

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Cuando el amanecer se asomó por su ventana, Gene decidió que ya había tenido suficiente cortesía. Necesitaba sumergirse en el pasado que los habitantes de esta casa nunca dejaron ir, así tuviera que hacerles hablar del peor trauma que sufrieron.

Por esa razón, lo primero que Kalah encontró al abrir la puerta, fue a su singular huésped.

Con los pulgares en los bolsillos de sus jeans, Gene había estado apoyado contra la pared vecina del pasillo mientras decidía la mejor oportunidad para llamar. Se enderezó al momento que escuchó un chirrido suave.

Estudió a su anfitriona, desde los calcetines térmicos, las capas holgadas de ropa hasta sus cabellos despeinados. Ella tenía sombras bajo sus ojos y líneas de la almohada en su mejilla. Adivinó que no había pegado un ojo en toda la noche.

—Vaya, qué madrugador —fue su saludo en medio de un bostezo—. Si tenías miedo a dormir solo, debiste haber venido a mitad de la noche.

—Tenemos que hablar.

—Ay, ¡dijiste la frase maldita! ¿Vas a terminar conmigo? ¡Espera! —Levantó una mano, somnolienta—. No puedes terminar conmigo, porque primero tendríamos que haber comenzado. ¿Me estás invitando a salir?

Gene respiró profundo. Apretó la mandíbula. Sus brazos se cruzaron sin darse cuenta.

—¿Te importaría abrir una puerta en esa maldita muralla de falsa alegría que acabas de levantar? —replicó con frustración—. Estoy tratando de hablar con la verdadera Kalah.

Ella parpadeó. Soltó un sonoro suspiro.

—Esta también soy yo —murmuró, desviando la vista—. Tengo muchas facetas. ¿De qué quieres hablar?

—¿Cómo murió Petro Monterrey?

Kalah hizo una mueca.

—Nada de romper el hielo hablando del clima, ¿eh? Entra y cierra la puerta.

Le hizo un gesto con la mano para que la siguiera. Se dejó caer a la cama y se acomodó en el centro con las piernas cruzadas.

Se trataba de una habitación sencilla de paredes altas con un ventanal sin barrotes que daba a la calle. Una cama king en el centro, un armario de roble, un escritorio de vidrio con dos flores de cristal encima y la clásica estantería con libros clavada en la pared. Esos eran los únicos muebles.

—No hay sillas, lo único que puedo ofrecerte es la cama. —Le dio una palmadita al lugar ante ella—. ¿O prefieres hacerlo de pie?

—Prefiero estar de pie. —Cerró la puerta con suavidad y se apoyó en ella. Por algún motivo, sintió que acababa de lanzarse a la boca del lobo—. ¿Acostumbras a mantener conversaciones con extraños en tu cama?

—¿Celoso? —Ella sonrió con picardía—. Cariño, tú no eres un extraño. A veces me siento más segura contigo que conmigo misma. Y después de tratar tantos años con la gente, créeme que mis instintos se han vuelto muy afilados.

—¿Qué tan segura estás de que la muerte de tu padrastro fue un accidente?

—Está bien, está bien. Dejo de divagar. Perro Monterrey es un maldito elefante blanco que no consigo sacar de esta casa. Nadie quiere hablar de esa noche, pero su nombre sale en cada discusión. Toma asiento, este será un cuento largo...

Frotó sus manos para devolverles calor. Se mordió el labio inferior, pensativa. Necesitaba un tiempo para ordenar sus ideas.

Entonces comenzó.

—Era el invierno de mis dieciocho años. Celinda tenía catorce, pero desde los once salía a escalar con su padre. Podía decirse que estaba mucho más preparada que yo para el nivel intermedio de Morte Blanco...

La montaña de las cenizas azulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora