Capítulo 30

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El chirrido de objetos al arrastrarse se perdía entre el silbido del viento. Gene levantó la vista al cielo fúnebre que mantenía cualquier rayo de sol cautivo tras sus nubes.

De pie ante el taller del patio, observaba al grupo quitando todo el equipo pesado para poder iniciar la reconstrucción. Ada trabajaba junto a Crisan cargando los hornos y cajas en la carretilla mientras Celinda y Kalah los descargaban a una distancia prudente contra el muro. 

En ese momento, el anciano Green traía un bulto de tela impermeable para ir cubriendo los hornos en caso de lluvia. Se la ofreció a Gene, y juntos empezaron a colocarla.

Parecían un verdadero equipo. Las indicaciones sobraban, las risas no faltaban. Una broma sobre el trabajo duro era seguida por promesas de reconstruir todo lo perdido. 

Gene comprendió que así había sido siempre en Flores de Cristal. Por más profundo que cayeran en el abismo, encontraban la forma de arrastrarse fuera. Juntos. Cada uno brindaba su propia pieza para mantener el sistema en funcionamiento. 

Como un jardín compuesto por diversas flores, esta familia tenía miembros que no compartían la sangre. Y eso la hacía más especial.

Susurros de energía en el aire le advirtieron de un peligro inminente. Sus hombros se tensaron. Una figura de humo apareció a la espalda de Celinda. Envolvió esos brazos a su alrededor, clavando los dedos en sus costados y se inclinó hacia su oído.

A mitad de descargar un baúl con herramientas, la joven se llevó una mano al corazón. Un jadeo escapó de sus labios y se tambaleó. Podría haber caído si su hermana no la hubiera sujetado a tiempo.

—¡Cellín! ¿Qué pasó? —El ser se desvaneció antes de que Gene consiguiera identificarlo—. ¿Te duele algo? ¡No te sobreexijas!

La muchacha sacudió con firmeza la cabeza. Probó con una sonrisa, pero Kalah no le devolvió el gesto.

Gene la estudió con atención. La belleza de Celinda se veía eclipsada por su palidez enfermiza. Sombras oscuras anidaban bajo sus ojos alertas y un temblor sacudía sus hombros ante el menor sonido. 

Todos en la casa pensaban que estaba desanimada por el accidente que destruyó su taller. Solo su hermana y este desconocido sabían la verdad.

Las noches de insomnio le estaban pasando factura. Un estado de alerta permanente no permitía descanso. Como una hoja caída en otoño, bastaría el peso de un zapato de cristal para aplastarla. 

¿Esa ánima de recién pretendía protegerla o castigarla? Cualquiera fuera su intención, debía cruzar al otro lado pronto o acabaría por devorarla. 

Gene cerró los puños a los costados. Su voz fue tan baja que nadie más habría podido oírlo, pero la energía cargada de sus frustraciones la convirtió en una flecha directa al otro plano.

—Deja de huir de mí... Mael.

Una punzada en sus sienes lo desestabilizó. Cerró los ojos y apretó los dientes para mitigar el dolor. Escuchaba los murmullos, el susurro de los árboles al frotarse... y sus propios pensamientos oscuros.

Cuando abrió los ojos, reconoció esa electricidad sutil en el ambiente. Sus pupilas captaron un movimiento en la tierra infértil. Serpientes de humo ascendieron del suelo y se deslizaron alrededor de los presentes. Envolvieron sus piernas como cadenas de energía. 

Parpadeó. Murmuró un juramento.

La imagen desapareció. Se dijo que fue una alucinación fugaz. O ser testigo de la muerte se había cobrado el resto de su cordura, si es que le quedaba algo. 

La montaña de las cenizas azulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora