Capítulo 22

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—¿Ya es seguro entrar? —preguntó Gene.

—Green lo revisó recién. Ese hombre sabe de plomería, carpintería y construcción. Nuestro jardinero es multifuncional —explicaba Kalah mientras atravesaban el umbral que conectaba el recibidor con el patio—. En temporada alta, contratamos a sus nietos para atender a los huéspedes.

—¿Hay noticias del seguro?

—Están sacando a relucir sus excusas para no hacerse cargo. —Mordisqueó la punta del dedo de su guante—. Pero no dejaré que eso me quite el sueño. Si hay algo en lo que mi madre tiene razón, es que Celinda necesitaba equipamiento nuevo. Todo tenía más de una década, se lo regaló Petro cuando aún vivía.

—¿Hay algo que pueda salvarse?

—Eso es lo que Cellín está inspeccionando. —Levantó la vista a las sombras acechaban en el cielo—. Despejar todo tomará tiempo. Hagamos lo que podamos antes de que estalle la tormenta. El resto lo sacaremos otro día.

Al fondo del patio, sentado ante las ruinas de ese invernadero, un anciano de sonrisa paciente estudiaba la tierra.

—¡Green! ¿Qué haces en el suelo? —preguntó Kalah. Se puso en cuclillas a su lado—. ¿Las hormigas te están contando un secreto?

—Ya quisiera —suspiró el anciano por lo bajo—. Ni siquiera los gusanos han resistido este invierno. —Con ayuda de Kalah, consiguió levantarse. Entonces reconoció a Gene. Hizo amague de levantar su mano pero se retractó a último momento—. Muchacho, qué bueno verte todavía por estos lares.

—Buenas tardes.

Gene inclinó la cabeza en señal de saludo. Apreció que recordara su reticencia al contacto físico y no lo pusiera en la incómoda situación de volver a rechazar el estrechar su mano. Detalles insignificantes para otros, importantes para el médium. Una sonrisa sutil se trazó en su boca.

—Veo que ya se conocen —intervino Kalah, besando la mejilla arrugada del anciano con una sonrisa cálida—. Si Ada usa su magia para convertirnos en princesas, Green planta las calabazas para crear nuestros carruajes. Él es el hermano mayor con el que toda chica sueña. Fue quien me enseñó a conducir, cambiar un neumático, reparar una tubería y plantar un árbol. Gracias a sus consejos dejé de asesinar cactus.

—Lo hice por los cactus —respondió su voz ronca con humor—, no merecían seguir siendo ahogados o deshidratados. Tengan cuidado en el taller.

Les ofreció un par de guantes de trabajo a cada uno.

—¿Dónde está la carretilla?

—Adentro. Celinda la está usando.

Por el hueco que había donde debería estar la puerta, Gene observó a Celinda recorrer el interior del taller. Ella estudiaba los restos de vidrio y metal desparramados por doquier. Crujían bajo sus pisadas. Los recogía y guardaba en una bolsa si se trataba de basura. Colocaba con dificultad las herramientas que podían rescatarse en una carretilla, la forma más sencilla de trasladar figuras pesadas.

Los hornos apoyados contra la pared se hallaban deformados, como si una fuerza superior los hubiese inflado. Un polvo cristalizado había sido disperso por el suelo.

En el instante en que Gene puso un pie dentro, su respiración se atascó en su garganta. Imaginó una enredadera invisible emergiendo de la tierra y envolviendo sus piernas hasta clavarlas en su sitio.

Los bordes de su visión se oscurecieron. Un zumbido cosquilleó en su oreja. Como una voz desde una distancia insalvable, algo intentaba comunicarse. Pudo sentir su presencia, una respiración gélida contra su nuca. Eso le puso los pelos de punta. El dolor estalló en sus sienes con tanta fuerza que dejó escapar un gemido ahogado. Se tambaleó.

La montaña de las cenizas azulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora