Los caravaneros retornaron contrariados a las puertas de la ciudad. Y allí se instalaron con mercadería y camellos, a los muros en ambos lados de la entrada. Eliana, aún desconsolada y en lágrimas por la partida de su padre, avanzó un poco más para sentarse bajo el arco del portal de entrada.
A pesar de estar bajo sombra, el fiero calor del sol era insoportable. En pocos instantes, el sudor se combinó con sus lagrimas y se esparció sobre su cuerpo cómo un húmedo y tibio vapor. Sus gemidos de tristeza iban en sonoro aumento, y lo peor fue cuando se dio cuenta de que no podía calmarse ni dejar de llorar; sintió de ese modo que su silente promesa de ser fuerte, hecha así misma y a su padre, había sido rota.
Su mente comenzaba a convertirse en una turbia expansión de dolor y confusión, pero se adentró en ella para meditar sobre lo acontecido. Allí, fue convencida por su conciencia de que el problema radicaba en la fortaleza que deseaba demostrar: el hallazgo de aquel deseo resultaba fácil, pero el dominio de tal fortitud se le antojaba una meta de exagerada dificultad.
Llegó a la conclusión de que siempre había sido así para ella.
Tal era su tortuoso hábito: refunfuñar, causar problemas, llorar, y jamás poder cambiar.
Tantas ocasiones. Tantos problemas. Tantas lágrimas. Y nunca, en todos los años de su corta vida, haber logrado el dominio de su odioso comportamiento.
Y su padre. Su amado padre. Siempre azotado con el castigo a causa de las acciones las acciones de su hija. La culpa era insoportable, ardiente como un fuego venenoso cuya toxicidad imbuía cada sollozo.
Atrapada en su propio torbellino emocional, el atisbo de su conocida presión de ansiedad brotó nuevamente en su pecho y sintió una leve pérdida de aliento. Al temer otro ataque de pánico, como el que tuvo al llegar a Jerusalén, tomó grandes bocanadas de aire, y se tragó cada sollozo hasta que al fin pudo disminuir, al menos un tanto, su amargo llanto.
Una extraña sensación la devolvió a la realidad; había captado un leve movimiento hacia la derecha, con el rabo del ojo. Miró hacia esa dirección y notó que dos Caravaneros la miraban, con enojo, a unos cuantos metros de donde se encontraba. Ella les devolvió la mueca y se esforzó para expresarles el mismo fastidio que les percibió. Sin esperar respuesta de ellos, Eliana abrazó sus rodillas y escondió su rostro entre ellas.
Hundida la nariz en su humilde vestido se dio cuenta de que las faldas estaban agujereadas y de que la tela olía a tierra y sudor; no se trataba de un olor nauseabundo, ni mucho menos intolerable. Pero, por desgracia, este pequeño detalle le recordó que vestía su último atuendo presentable. Solía tener dos más, pero antes del viaje habían quedado en incluso peores condiciones que el actual.
Comprar un mejor vestido era una imposibilidad, pues no tenía dinero. Y así mismo resultaba imposible repararlo, porque no conocía ningún sastre que pudiera hacerlo por ella. Sumergió su alma en amargura y dijo en sus adentros que ella misma era como su vestido:
«Así soy yo... Llena de agujeros. Maloliente a tierra... y problemas», esa era la dolorosa conclusión a la que había llegado, que para ella no había cambio ni arreglo, tal como su vestido.
Alzó la mirada y lágrimas cargadas con autodesprecio serpentearon mejillas abajo.
Justo en ese momento percibió que alguien se le acercaba, al ver que se trataba del buen Simeón secó sus lágrimas apuradamente. Luego colocó sus manos sobre las rodillas y en ellas descansó el mentón.
El muchacho se sentó a su lado con una de las tortas de dátiles que los cocineros habían preparado y se la extendió.
—Come algo, Eliana.
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Su Nombre Era Eliana
SpiritualTodos los derechos reservados. Esta es la historia perdida de Eliana, una niña cuya familia se vio involucrada en la terrible matanza de los inocentes en Belén cuando "Herodes El Grande" reinaba injustamente sobre Israel. La vida de Eliana nunca fue...