—¡Hijo, ve a darle de comer al Diablo¡— Esa sin duda era una de las órdenes de mi madre que más me divertía obedecer cuando tenía nueve años, tan solo por el simple hecho de la paradoja que representaba, ya que mi madre era una mujer muy católica.
Diablo era un perro que probablemente abandonaron bajo unas pequeñas escaleras en el acceso a la cancha de usos múltiples que estaba en una especie de isleta o camellón de la calle en que viví, se situaba justo detrás de la pequeña capilla de la colonia a la que mi madre asistía religiosamente todos los domingos, los lunes, martes... bueno lo hacía prácticamente todos los días en cualquier horario.
Diablo apareció una mañana después de una noche de tormenta llena de truenos y rayos intensos, yo fui quien lo descubrió bajo las escalinatas, estaba muy herido, quizá producto de una pela. Diablo era un pit bull totalmente negro, corpulento, de enormes colmillos característicos de su raza, tenía las orejas recortadas en punta y un collar con estoperoles brillantes del cual colgaba una placa en la que venía su nombre, ¡vaya que su imagen hacía honor a su nombre!.
Esa mañana había quedado en ir con mis amigos de la cuadra a jugar fútbol, y al subir las escaleras escuché su jadeo y suaves chillidos. Bajé para asomarme y echar un vistazo, al principio solo pude ver esos grandes ojos brillantes que me sacaron un tremendo susto, haciéndome caer de nalgas en el pasto. Lo vi lamiéndose sus heridas temeroso, tal vez por el frío matutino, quizá por las heridas. Volví a casa corriendo y robé del refrigerador una bolsa de jamón y pan de la alacena, cogí un pequeño balde que llené de agua y se los lleve a Diablo, cuando llegaron mis amigos, yo me encontraba observando como comía, todos quedaron sorprendidos al verlo, algunos con miedo, pero Diablo se mostró muy sereno, sabía que no le haríamos daño. Todos acordamos en llevarle de comer un día a la semana y cuidar de él, eran vacaciones de verano, así que tendríamos tiempo de sobra, creo que eso fue el sello de nuestra amistad con el perro, a lo que más adelante llamamos "nuestro pacto con el Diablo".
Como a los diez días Diablo salió de su refugio en una tarde cuando jugábamos bote pateado, los gritos y el ruido del bote de pet lo animaron. Por primera vez vimos lo majestuoso de aquel animal, que a pesar de los días de una alimentación tal vez no lo suficiente para su tamaño, aún lucía imponente; grandes músculos se notaban en su cuerpo, un pelaje brillante y sedoso se podía apreciar donde no había tierra y sangre. Todos nos quedamos quietos, temerosos, no sabíamos que hacer, él corrió hacia el bote un poco torpe pero juguetón, movía la cola alegre, se acercaba y olfateaba a cada uno. Cuando llegó conmigo fue tanta su euforia que casi me tira, seguro estoy, que sabía que fui yo quien lo ayudo por primera vez, y casi podría jurar que nosotros fuimos los primeros que le trataron bien y con cariño en toda su vida.
Casi le dió un infarto a nuestros padres el día que Diablo se apareció por primera vez en la capilla, habíamos ido a misa del domingo, pues tanto yo, como algunos de mis amigos, éramos obligados acudir cada semana y tomar clases de catecismo. Pudo ser el aroma a comida y garnachas que se vendían afuera en una especie de kermés, lo que llamó su atención. Yo comía unos ricos tacos de canasta que tanto disfrutaba, cuando escuché su ladrido, lo ví correr hacia a mí y no pude hacer nada, algunos papás jalaban a sus niños entre murmullos de temor y pánico. Diablo solo quería jugar y allí estábamos todos sus amigos, mi madre asustada me gritaba con voz y cara de espanto; que me alejara de esa bestia.—¡Quieto Diablo!— dije en voz alta. Todo los feligreses y el sacerdote enmudecieron al escucharme y más de una señora de la tercera edad se santiguó, mis amigos soltaron la carcajada. El ahora noble y juguetón perro, se sentó sin dejar de mover la cola, le invité de mis tacos y lo saqué del lugar.