Capítulo 23

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Alice siguió a la aparición a paso apresurado. Dirigió una rápida mirada a sus espaldas antes de salir de la habitación de los retratos y comprobó, para su horror, que Lord Horus había desaparecido dejando un camino de sangre a su paso. Pensó que habría sido mejor asesinarlo. Buscó de nuevo a la silueta de Leve. Logró verla pasar velozmente hacia la Sala del Trono cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Las cadenas habían desaparecido, así como sus tres amigas. Sólo entonces se percató del sepulcral silencio que cubría al inmenso jardín. ¿Habían capturado a sus amigas? No había escuchado ninguna pelea mientras ella conversaba con Lord Horus. Tampoco había sangre, excepto la mancha en la banca de mármol... ¿Era acaso la misma banca que aparecía en el retrato? Todo aquél asunto de la aparición de Leve era la cosa más extraña que había vivido desde su llegada a ese mundo. Sintió un escalofrío y el mal presentimiento se apoderó de ella.

Sus piernas comenzaron a avanzar como si algo dentro de la Sala del Trono la llamara. Preparó su daga y se adentró en la habitación. No llegó ninguna flecha. No escuchó ninguna espada. No hubo gritos de guerra.

La Sala del Trono era inmensa. La única iluminación llegaba del tragaluz situado en el techo, la luna y las estrellas alumbraban el interior dejando los bordes en penumbra. Una sencilla alfombra de color azul con bordes dorados señalaba el camino desde la entrada hacia el pedestal donde se encontraba el trono. Tanta majestuosidad era indescriptible. Estaba hecho de oro sólido y en el asiento había un cojín de color escarlata.

Se encontraba colocado encima del pedestal al que se subía tras pasar por cinco peldaños. El estandarte de Aythana volvía a colgar de las paredes.

Y ahí, al fondo, detrás del trono, se encontraba la réplica del retrato que buscaban. Estaba acompañado por otros tres retratos, en cada uno aparecían los hermanos de la Gran Reina Alicia posando en el mismo fondo que lucía en el retrato de ella. Comenzó a caminar hacia el pedestal lentamente y la puerta se cerró detrás de ella. Ni siquiera le importó haberse quedado encerrada e incluso olvidó por completo la aparición de Leve. El retrato, su retrato, le llamaba. La luz de la luna iluminaba especialmente el retrato de la Gran Reina Alicia como si fuera un ser divino, dejando en la oscuridad los cuadros de los otros dos como si no fueran importantes. Alice se quedó situada frente al trono y tuvo que controlar sus impulsos para evitar sentarse en él. Avanzó entonces hasta el retrato y lo admiró por un instante, incapaz de ponerle un dedo encima. Cada uno de sus rasgos parecía demasiado real, como si pudieras acariciar su piel con tan sólo tocar el lienzo.

—¿Quién fuiste tú, Alicia? ¿Quién fui yo...?

Nuevamente la asaltó la duda. ¿Eran la misma persona? ¿Eran personas distintas? Recordó que Alicia no estaba muerta, al menos sólo se hablaba de una desaparición y no de un asesinato. Pasó entonces un dedo por encima del marco para distraer sus pensamientos y soltó un triste suspiro. El retrato entero emitió un intenso resplandor en ese momento. Alice ni siquiera pudo cubrir sus ojos de la luz cegadora pues una delgada mano blanca salió del retrato para tomarla por los hombros y arrastrarla dentro del cuadro. Todo ocurrió rápidamente. La luz se apagó. El cuadro seguía intacto. Y Alice había desaparecido.

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Abrió los ojos cuando los rayos del sol intentaron colarse por entre sus párpados. No podía sentir absolutamente nada. Se apresuró a incorporarse y vio que ya no estaba en la Sala del Trono.

Se encontraba en los jardines del castillo y era casi medio día. Vio a los tres hermanos que aparecían en aquél retrato. Estaban sentados en la banca de mármol posando para el elfo anciano y regordete que pintaba el cuadro.

Los Cuentos de AstariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora