Capítulo 12

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Los aldeanos corrieron a ocultarse. El objetivo principal del lobo habían sido las gargantas de sus víctimas así que no pudieron gritar por mucho tiempo. Ahora se encontraba en soledad y su única compañía eran los cinco cadáveres totalmente irreconocibles. Se encontraba devorando las vísceras del sujeto más joven. Estaba tan hambriento que había dejado sin órganos internos a todos los demás y ese último no era más que el postre. Sus colmillos estaban manchados sangre. Al terminar de comer, sumergió su cabeza en el agua. Esbozó una sonrisa al recordar la forma en la que todos los habitantes de la aldea habían ido a ocultarse mientras él asesinaba a esos cinco incautos que pensaban detenerlo. ¿No eran esos seis insolentes chiquillos los mismos que se jactaban de que todos sus aliados eran increíblemente leales y daban la vida unos por los otros? ¿Cuántos aldeanos habían arriesgado sus cuellos para salvar a esos cinco bocadillos? Ninguno.

Comenzó a caminar para continuar con su búsqueda y los aldeanos comenzaron a salir de sus escondites cuando el lobo estuvo a una distancia prudente de la aldea. Se adentró en un bosque que llamó su atención pues había un sendero oculto tras un montón de ramas caídas. ¿A dónde conduciría aquél camino? ¿Al Campamento Orión, quizá? Pudo percibir un leve aroma bastante conocido. Un grupo de caballos pasaban por ahí constantemente, caballos procedentes de la Ciudad Imperial. Y no sólo eso. Había también un leve aroma a humano que podía respirarse en el ambiente. Lo sabía, estaba cada vez más cerca.

Comenzó a caminar siguiendo el aroma a humano esperanzado en encontrar la base del Campamento Orión, debía detenerse cada tanto pues el rastro se perdía y tenía que olfatear un momento para encontrarlo de nuevo.

Tardó casi una hora cuando finalmente escuchó voces que sonaban amortiguadas como si quien fuera el que estuviera hablando se encontrara oculto dentro de alguna construcción de gruesas paredes. Eran cientos de voces las que lograba distinguir, casi como si ese fuera el sitio donde estuviese asentada una aldea.

Utilizó una de sus afiladas garras para intentar atravesar lo que imaginó como un gigantesco domo invisible y sonrió satisfecho al comprobar que efectivamente eso era lo que tenía enfrente. Su garra atravesó el campo de fuerza rasgándolo como a una bolsa de plástico para llevar las compras. El domo no desapareció, pero sí se hizo visible una pequeña grieta cuyo borde ahora se remarcaba con destellos de color naranja, como si estuviera a punto de incendiarse. Jarko esperaba que la pequeña rotura se cerrara por sí misma, cosa que no ocurrió. Soltó un jadeo y su sonrisa se acrecentó. Había dado con el escondite.

Volvió sobre sus pasos. Sabía que cada aldea de Astaria tenía mensajeros que llevaban recados a la Ciudad Imperial montados en caballos. Si lograba persuadir a uno de ellos, Aythana obtendría la ubicación donde se ocultaban sus enemigos a la mañana siguiente. Él obtendría una gran retribución. Imaginó a Aythana permitiéndole devorar los cuerpos de uno o dos de los líderes de la Rebelión luego de que estos fueran retirados de la horca.

La cabaña que usaba el mensajero de la aldea era tan pequeña que dentro se encontraban todos sus muebles amontonados, difícilmente se podía atravesar desde la entrada hasta la pared del fondo. Constaba de dos pisos: en el primero se encontraba la improvisada oficina del mensajero y en el segundo estaba ambientada su vivienda. En la parte trasera se encontraba un pequeño establo donde vivían un par de caballos y había una mecedora en el pórtico sobre la cual descansaba un tejido a medio terminar.

Jarko entró por la puerta principal provocando el terror del anciano que vivía ahí, así como de toda su familia. Se encontraban ahí el mensajero, su esposa y sus cinco nietos. Los siete elfos intentaban ocultarse detrás de un escritorio tallado en madera y cubierto con pergaminos desordenados.

Una elfa anciana y regordeta resguardaba a los cinco pequeños con sus brazos, los abrazaba en un vano intento de protegerlos de Jarko. El viejo mensajero intentó mostrarse valiente.

—Le ordeno que se vaya ahora mismo de mi propiedad.

Jarko soltó una fría risa antes de responderle. Caminaba hacia él intentando hacer que el elfo notara los músculos de su cuerpo, casi como si se contoneara.

—Me iré cuando tú hagas un trabajo para mí.

Una de las niñas que ahí se encontraban, de baja estatura y cabellos rubios peinados en un par de trenzas que caían sobre sus hombros, chilló con voz aguda al hacer contacto visual con el lobo. Se resguardó tras las faldas raídas y viejas de la anciana para no tener que seguir mirando.

—Yo no hago trabajos para ninguno de los hombres de Aythana.

—¿En algún momento te pregunté si querías hacerlo? —preguntó Jarko con sorna antes de lanzarse sobre el anciano y derribarlo sobre un montón de viejos libros cubiertos de polvo.

Un tintero se cayó de encima de la pila de libros y su tinta roja se confundió con la sangre que emanaba de la herida que el anciano se había hecho en la cabeza al caer. Tenía las fauces de Jarko a pocos milímetros de su rostro y podía detectar el hedor de su aliento.

—Vas a ir a la Ciudad Imperial y entregarle un mensaje a la Reina Aythana. Vas a decirle que la espero aquí, en esta pocilga, y que he encontrado lo que me envió a buscar, ¿has entendido?

Aquella última pregunta la lanzó con un fuerte ladrido que provocó que los niños comenzaran a llorar con ahogados sollozos. El anciano, llorando igualmente, asintió con la cabeza de forma desesperada. Jarko se alejó de él mientras lo veía correr para montar uno de los caballos del establo y salir de la aldea tan veloz como una saeta.

Jarko miró a la mujer y a los pequeños, ellos se estremecieron cuando se percataron de que Jarko los miraba como a un grupo de bocadillos. La anciana, temblando de miedo, encaró al lobo con valor.

—¡Aythana no es ni la mitad de reina de lo que es Alicia!

Jarko soltó una fría carcajada antes de lanzarse sobre el cuello de aquella mujer, perforando su piel con sus afilados colmillos y con la sangre brotando a chorros. En la Ciudad Imperial se castigaba con la guillotina a cualquiera que blasfemara de aquella manera en contra de Aythana. Pero hacer justicia por su propia mano, pensó Jarko, no provocaría ningún problema considerando al pez tan gordo que aguardaba oculto en el bosque cerca de la aldea. Además, continuó razonando el lobo, Aythana estaría orgullosa de que él defendiera el título que por derecho le pertenecía.

Ninguno de los aldeanos movió un dedo cuando escucharon los gritos de los niños. Mucho menos cuando la cabaña del mensajero quedó en silencio. Aunque intentaban inculcar en los más pequeños los ideales de la Rebelión y trataban por todos los medios de seguir la ley que los obligaba a defender a cualquier víctima de injustas agresiones por parte de la Ciudad Imperial, sus instintos de supervivencia les decían que una vez que comenzara la masacre, sólo vivirían si lograban agachar las cabezas y mantener sus bocas selladas.


Los Cuentos de AstariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora