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Estuve poco tiempo más en la taberna antes de regresar a la posada. No dormí mucho, pero era habitual en mí. Además, me daba miedo golpearme el tobillo sin darme cuenta y alargar más mi estancia en Mondstadt.

Al despertar, tuve una sensación deprimente. Por algún motivo pensé que me despertaría en Vallerrojo y que vería las amapolas al mirar por la ventana, que mi tobillo no estaría vendado y que podría caminar sin muletas, como si todo hubiera sido un sueño. Por supuesto, no fue así.

Mientras todavía asimilaba que estaba despierta, alguien llamó a la puerta de mi habitación. Me apresuré a abrir y me apoyé en las muletas antes de girar el pomo y ver a la hostelera con un ramo de flores rojas.

—¡Amapolas! —exclamé al reconocerlas al instante. Una sonrisa se esbozó en mi rostro—. Muchas gracias, señora, no era...

—No son mías —me interrumpió antes de que acabara de darle las gracias—. Alguien las dejó frente a mi puerta con un papel que decía que eran para ti.

Me entregó el ramo de amapolas y me mostró dicho papel.

—Hay una nota por ahí, entre las flores. No la he querido leer por respeto y privacidad. —Suspiró—. Me marcho ya, hasta luego.

La mujer se alejó y yo me quedé plantada frente a la puerta con mis amapolas. Cerré la puerta y me senté en la cama.

Me llenó de alegría ver aquellas flores que me recordaban a Vallerrojo. La verdad era que no me importaba quién las había enviado y ni siquiera me fijé en lo sospechosa que podía llegar a considerarse la situación. Después de un rato mirándolas, encontré la nota que había mencionado la hostelera:

Me he enterado de que eres de Vallerrojo. Vaya, eso está muy lejos de aquí... En fin, para que te sientas como en casa, te he comprado estas amapolas. Espero que sean de tu agrado. Estaré frente a la estatua de Barbatos hasta el mediodía. Ven si quieres.

Kaeya Alberich

Eran solo palabras, pero, por alguna razón, sentí una calidez en mi corazón. Agradecí que estuviera firmada, pero tristemente no tenía ni idea de quién era ese tal Kaeya Alberich que se había preocupado por hacerme sentir como en casa, y mucho menos cómo sabía tantas cosas sobre mí —dónde me hospedaba, de dónde era—, pero tenía la oportunidad de saberlo presentándome en el lugar donde me había citado.

Me puse el otro vestido que me había comprado, que era parecido al que llevaba puesto cuando los Hilichurls me perseguían. Sin embargo, de pronto, la duda me invadió: ¿era buena idea acudir a una cita con un desconocido? Aparté esa idea de mi cabeza, argumentando que habría mucha gente en la zona de la estatua, la cual había visto cuando fui a la catedral, así que no podría pasarme nada malo. Si la cosa se ponía fea, podía usar las muletas como armas. Era un método de autodefensa estúpido, pero me sirvió para que dejara de preocuparme.

Había salido de la posada sin siquiera comprobar la hora. Esperaba que todavía no hubiera pasado el mediodía y llegar a tiempo a la estatua. Las condenadas escaleras me impedían ir todo lo rápido que quería. A eso se sumaba mi precaución, así que avanzaba a paso de tortuga.

Después de lo que a mí me pareció una eternidad, logré llegar hasta la estatua de Barbatos. Era enorme y majestuosa, como casi todo lo demás en Mondstadt. Una agradable sensación me invadió al mirarla, parecida a la admiración. No era especialmente devota del Arconte Anemo, pero igualmente se despertaba en mí un sentimiento de respeto hacia Barbatos.

La zona estaba, como ya había previsto, llena de gente. Entre el bardo que aglomeraba público a su alrededor, los guardias y los simples paseantes, me llevaría un rato localizar al remitente de las amapolas. Empecé a preguntar a la gente, pero todo el mundo me negaba haber enviado esas flores o ser Kaeya Alberich entre risas de confusión.

Realmente no era tan difícil, pero ir con las muletas hacía que todo fuera más complicado. Suspiré agotada. Nunca antes había sentido los brazos tan cansados solo por haber estado andando.

Pregunté por enésima vez a otra persona y justo cuando levanté la vista para verle reconocí al hombre que interrumpió mi lectura en la taberna el día anterior.

—¿Kaeya Alberich? —preguntó—. Sí, digamos que lo conozco. ¿Lo estás buscando?

—Así es. Me dijo que estaría por aquí hasta el mediodía.

No me emocioné en absoluto con aquello, pues muchos a los que había preguntado antes me dieron la misma respuesta.

—Lo tienes delante —sonrió—. ¿Te gustaron las flores?

—¿Cómo? ¿Tú eres Kaeya? —pregunté incrédula. No conocía a aquel tipo, pero después de la conversación en la taberna, sin saber bien por qué, me imaginé que podía estar mintiendo.

—Sí, claro —afirmó—. Me alegra que hayas venido, la verdad. Pensé que rechazarías la propuesta igual que la conversación de ayer.

—Muchas gracias por las amapolas —dije al fin, después de unos instantes callada—. Significan mucho para mí como pueblerina de Vallerrojo. Ha sido un detalle por tu parte... Kaeya.

—No pareces tan borde como ayer. ¿Seguro que eres la misma chica? —inquirió sonriente.

—Las flores me han puesto de buen humor. —Me encogí de hombros—. Por cierto, ¿cómo sabías...?

—¿Lo de Vallerrojo y dónde te alojabas? —acabó de decir—. Me lo dijo Amber.

—Ah, ¿os conocéis?

—Sí, claro. También formo parte de los Caballeros de Favonius. Y Amber llegó diciendo que había rescatado a una chica y tal... En fin, que le pregunté y me contó.

—¿Y lo de las flores se lo haces a todos los que Amber rescata? —comenté, cogiendo algo de confianza y sintiéndome extrañamente a gusto en la conversación.

—Ya te dije en la taberna que me llamaste la atención —sonrió. Algo en su mirada hizo que mi corazón diera un brinco por un instante—. También te dije que coincidiríamos en otra ocasión.

Estaba acostumbrada a que los chicos de Vallerrojo coquetearan conmigo, más aun dado que pronto debía comprometerme con alguno según la tradición. Los jóvenes de mi pueblo intentaban atraer mi atención de todas las maneras, y eso era algo habitual para mí. Pero la forma en la que Kaeya había dicho aquello, desinteresado y sonriente, era nuevo para mí y me confundía.

—Bueno —dije después de un breve momento de confusión—, ¿por qué has querido quedar? ¿Tienes algún plan en especial?

—Hmm... ¿has desayunado ya?

—No —respondí, cayendo en la cuenta de que me había saltado la comida más importante del día, como comúnmente se le llamaba.

Su risa animada y melodiosa llegó a mis oídos, y no entendí por qué me maravilló tanto.

—Lo intuía —dijo al fin—. Aquí en Mondstadt hay un lugar genial para comer. Vamos, te invito a algo.

Sin añadir nada más y ni siquiera esperar a que yo respondiera, emprendió la marcha. Intenté mantenerle el ritmo, pero con las muletas era complicado, así que tardamos un poco más de lo que él había previsto en llegar al restaurante.

Un mes [Kaeya y Tú] | Genshin ImpactDonde viven las historias. Descúbrelo ahora