—Te debía esa respuesta desde los once años...
El mundo se quedó mudo por un segundo. Solo podía escuchar esas palabras repetirse una y otra vez en su cabezas, como el zumbido de un huracán; pero en este caso, dejando estragos en su corazón.
Él lo recordaba perfectamente. Ese día. Esas palabras. La imprevista lluvia fría, y a su vez cálida, sobre sus cabezas. El sentimiento de duda en su pecho. El ameno sentir que se expandía en su ser mientras se acurrucaba bajo la manta negra. Las palabras de buenas noches...
Todo.
Lo que no esperó fue que, once años después y en el momento menos idóneo —o menos pensado—, Fyodor respondería esa pregunta que tanto había martillado en sus ideas durante su infancia. Siempre, no recordaba una sola vez en la que no lo sorprendiese. Y dudaba que la hubiese.
La mente de Fyodor era un complicado sistema de engranajes, como los de un reloj, pero de cristal. Puede parecer frágil en primera instancia, pero resulta en un laberinto de piezas perfectamente encajadas en su lugar, muy difíciles de mover o siquiera entender. Puro pero no transparente. Cada una de las piezas movía a otra, en un efecto infinito e inacabable.
Como un reloj.
Como el tiempo mismo.
Siempre hacia adelante, nunca hacia atrás.
Sus ojos, las manecillas que poco a poco iban marcando su sentencia en un ir y venir imparable e inamovible. Esperando, con un último tiktak, acabar con su —en este caso— cordura.
Se la entregaría con gusto.
No, ya se la había dado. Desde el principio.
Y, por sorprendente que parezca incluso para el mismísimo Gogol, fue la segunda vez en su vida que no dijo nada; se quedó en silencio, como el mundo a su alrededor. Simplemente, deleitándose con mirada enternecida y atrapada del ruso sobre la orquesta que tocaba las últimas notas de la pieza.
La música se detuvo, aunque para Nikolai lo había hecho hace unos minutos atrás, y el telón bajó. No significaba el fin del concierto, sino una pausa de unos cinco minutos para continuar con la segunda mitad. Esa noche se tocarían tres piezas más.
Tomó aire, como si tratara de recomponerse después de aquel vórtice de sentimientos.
Miró a Dostoyevski, decidió romper el silencio.
—¡Dos-kun! ¡Dos-kun! —tomó ambas manos entre las suyas, haciendo que el pelinegro lo mirase con una expresión que cabilaba entre confusión y "¿A este le está dando otro ataque de Esquizofrenia o qué?"—. ¿¡Te está gustando?! ¿¡Eh?! ¿¡Está dentro de tus expectativas?! ¡Si no hay algo de tu gusto me dices! ¡Haré que uno de esos se trague el arco del violoncelo antes de que diga "do, re, mi, fa, so, la, si".
El otro soltó en suspiro frustrado. Gogol podía ser a veces... un poquito especial.
Arqueó las cejas:
—Sí, Nikolai; me está encantando. Puedes quedarte tranquilo y no manchar tus manos. El violoncelo no se lo merece.
El sentimiento de orgullo propio y tranquilidad que emitió la sonrisa de Nikolai lo sumió a él también en un mar afable. Le vio abrir la boca ligeramente, listo para decir algo, cuando el telón volvió a subir y el director de orquesta movió en una oscilación su brazo, dando inicio. Las notas viajaron por el aire hasta ellos, en un golpe de emociones que les hizo cerrar los ojos y dejarse llevar.
Esa pieza también la conocían.
Demasiado bien, para ser sincero.
Un ligero apretón en su mano le indicó que Nikolai también lo recordaba. O eso creyó...
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Symphony |•| Fyogol |•| ©
Sonstiges--"Tus lágrimas son la sinfonía que rompe mi corazón." Gogol lleva tiempo divagando en la idea de pedirle algo a Fyodor; sin embargo, las dudas y demás factores (cofcofesquizofreniacofcof) no lo han hecho posible y ahora teme de que el ruso lo sepa...