~•🌺 Recuerdos de primavera 🌺•~

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Silencio.

Un silencio irónicamente cálido se extendía por las crías calles de Yokohama. Iban tomados de la mano, sin importarles que las escasas personas que aún rondaban las calles los mirasen —algunos curiosos, otros con ojo crítico—; se amaban y eso era lo que estaban mostrando. No les importaba opiniones de terceros. Al fin y al cabo, eran terroristas mundialmente conocidos; a nadie le preguntarían si podían realizar el siguiente atentado, si no era lo suficiente inhumano. En este caso era igual.

Las nubes grises se convertían poco a poco en una bóveda añil con el paso de los minutos. El gélido viento les hacía vatir el cabello y helarle las orejas y la punta de la nariz. Nikolai vaciló un segundo en parar y acunar entre sus brazos a su pareja, que parecía desear fundirse con el abrigo negro de piel sintética que llevaba puesto.

«Siempre has sido débil al frío, ¿Eh, Fedya?»

Cuando vio, al otro lado de la calle por la que caminaban, el gran teatro donde se realizaría el concierto. Mostró los dientes y señaló con efusividad la edificación, con evidente felicidad. Afincó su agarre y arrastró (pues no hay otra palabra que defina lo que le hizo al ruso) hasta él.

Dejaron sus abrigos en la entrada, cortésmente recogidos por uno de los trabajadores y colgados en un perchero de pulida y trabajada madera preciosa; Gogol pensó que aquello era muy de clase alta. Y es que así lo era: el techo alto, en forma de cúpula, el piso de mármol blanco pulido hasta relucir, las arañas de cristal resplandecientes sobre sus cabezas, los encargados perfectamente vestidos de etiqueta con los mejores modales. Todo perfecto para una velada perfecta.

Un hombre apuesto, de cabello peinado hacia atrás, los llevó hasta el palco que ocuparían. A Fyodor no le pasó por alto este detalle, si era difícil conseguir un puesto para ver este tipo de orquestas tocar, mucho más era el verlo todo desde uno de los palcos; previamente reservados para las personas de más alta e importante influencia. Al parecer, el ucraniano se había tomado muy a pecho el regalo de su cumpleaños.

No fue hasta que llegaron al sitio que se dio cuenta que todo, desde el interior del teatro hasta el lugar que ocupaban, era una copia exacta del famoso libro y pieza de música “El fantasma de la Ópera”. Levantó una comisura de sus labios y miró al albino.

—No sabía que un payaso podía tomarse algo tan enserio. —dijo, sin quitarle ojo del encima.

Gogol lo miró, con una seriedad impropia de él; se inclinó para disminuir la distancia entre ellos y le colocó una mano sobre la mejilla.

—Mira —habló, con la voz ronca, seria; tan diferente a la explosiva que siempre le alegraba el día, pero que aún así estaba cargada de todo el amor que le había demostrado—, vamos a plantearlo de esta manera: para mí, tú eres el número uno, y ni siquiera hay número dos.

Y los músicos comenzaron a tocar.

Primera pieza: “El lago de los cisnes.”

Fuera, comenzó a nevar.

«Lloraba desconsoladamente escondido en una esquina de su habitación. Desde aquel día no lo había hecho, no había vuelto a llorar, pues se había prometido a sí mismo que no lo haría más, que desde ese día encontraría un motivo por el que sonreír, que jamás volvería a llorar. 

O eso creyó.

Pero no de sabe lo triste que un ser humano se puede sentir hasta que la tristeza misma te está ahogando.

¿Y quién le podría recriminar a un niño de once años que no llorase... si era otro día que pasaba completamente solo?

Sin su familia.

Sin una sonrisa.

Sin el calor de alguien que lo amase.

En ese momento la vida le recordó que estaba totalmente solo.

Escuchó la manija de la puerta ser jalada, mas no le dio ninguna importancia. Sus lamentos eran tan fuertes que no se percató de la persona extra en el lugar, hasta que ella misma se hincó frente a él, mirándolo fijo.

—¿Te encuentras bien? —dijo con aquel tono de desinterés y aburrimiento que ya era típico.

El pequeño albino se enjugó los ojos con el antebrazo y lo miró, con los ojos hinchados y rojos. Ahí estaba él, la única persona que lo separaba de la casi total soledad; el chico que lo había salvado de una muerte inminente. No por haberlo acogido en su propia casa sino por haberle brindado a un amigo.

—Estoy bien. —murmulló, aún sabiendo que era una total mentira.

—¿Por qué llorabas? —volvió a preguntar, aunque estaba seguro de saberlo.

—No lo sé. —ni él creía sus palabras.

—Abajo está la cena lista. —trató con algo que le emocionase, y la comida siempre lo era. El albino se volvía loco cada vez que la mesa era puesta.

Contrario a otras veces, su pregunta fue respondida con un frío:

—No me importa.

El pelinegro suspiró. Era tan raro y a la vez frustrante verlo de ese modo, ya que todo el tiempo estaba sonriendo, haciendo adivinanzas y metiendo la pata. Había llegado al punto de que los sirvientes le habían apodado "pequeña explosión".

—Todas las personas que quiero están muertas. —dijo inconsciente, con los ojos y el alma muertos, tristes, desdichados.

El pelinegro comprendió sus palabras, aún así, habló:

—Eso que dices...

—Solo es una broma. —fue cortado por un albino tratando de forzar una sonrisa.

No dijo nada ante aquello, solo salió de la habitación, dejándolo solo; no por mucho tiempo. Regresó con una pequeña caja negra de adornos dorados. Se la puso en la palma de las manos. El otro, curioso, la sostuvo, la analizó por unos segundos y la abrió.

Una hermosa y delicada melodía comenzó a escucharse.

Era una pequeña cajita de música.

Se dejó llevar por las notas, sintiendo los ojos picarle; deseaba llorar. Le recordaba a cuando su madre tocaba en el piano de la sala, siempre el día de su cumpleaños le dejaba sentarse en su regazo y tocar con ella. Pero eso nunca regresaría, ya ella no estaba... y no volvería.

Se mordió el labio reprimiendo el llanto y el dolor. Sintió unos brazos pasarse por su cuello y abrazarlo. Abrió los ojos en sorpresa.

El chico de cabellos negros lo estaba abrazando. Era el gesto más cálido que había logrado en él. El albino siempre le estaba diciendo que dejara esa cara larga de aburrimiento, que así solo terminaría siendo un terrorista temido. Reía de sus propias palabras, siendo regañado por esos ojos violeta cargados de pesar disfrazado de aburrimiento. Él sufría tanto también. Ambos lo hacían, uno en silencio y el otro también.

«—Aunque, ¿sabes qué? Sí te convirtieses en terrorista yo sería tu perro guardián. ¡Nadie te lastimaría!», había agregado después, usando la sábana de la cama como si fuese su abrigo.

—Siempre hay un poco de verdad en un «solo es broma». Un poco de conocimiento detrás de un «no sé». Un poco de emoción detrás de un «no me importa». Un poco de dolor detrás de un «estoy bien».

Aquellas palabras dichas por el azabache fueron la gota que colmó el vaso, se echó a llorar en su hombro, dejando salir todo; mientras que al lado de ellos, sonaba aquella perfecta melodía.

«Tus lágrimas son aquella sinfonía que rompe mi corazón», pensó, acariciando los blancos cabellos. Con la mano libre cerró la caja de música, ya podría escucharla las veces que quisiera pues era un obsequio para él. Sonrió de manera imperceptible y le dijo, en un susurro que retumbó el corazón del chico que lloraba:

Kolya, feliz cumpleaños.»

Symphony |•| Fyogol |•| ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora