Capítulo 10

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Era casi de noche en la comisaría de la calle Noventa y Dos y Johnson de Neonópolis. La única activa en la ciudad, de forma precisa; si bien contaban con cuatro delegaciones situadas en sectores estratégicos de la región, los más proclives al crimen. La otra comisaría se hallaba cerrada temporalmente por los trámites legales de la jurisdicción del cuerpo de policía que seguía presentando inconsistencias ante el juez supremo del estado.

El ambiente al interior de la comisaría no era agradable, resultaba agotador, fatigante. El simple hecho de respirar el aire frío por los ventiladores, escuchando los pasos de los agentes de la ley con sus pesadas botas, sintiendo el penetrante olor del líquido para pisos barato mezclado con cloro meterse en la nariz, hastiaba a cualquiera.

Todo lo accesible al público en general, flamante. Lo administrativo, decrépito. La ciudad se iba lentamente al infierno y él no podía trabajar a gusto para evitarlo.

Ser policía en New Way City era, por lo menos, complicado. Inclusive con todas las facilidades y prestaciones que el cuerpo policial ofrecía a sus aspirantes, como reducción en el pago de servicios, descuentos en tiendas comerciales concurridas y servicios de salud de último nivel, cada año menos personas se inscribían durante las rondas de afiliación anuales.

Además ofrecían becas de estudio en la Universidad de New Way City y carreras técnicas con horas prácticas en Industrias Borgia para llenar el currículum.

Uno de estos becados, era Derek Stewart, suboficial de la unidad de crímenes, que prefería pasarse el resto de la tarde mirando su monitor sin hacer gran cosa que conviviendo con sus compañeros de unidad.

Saltó del ascensor como perro rabioso y corrió a las puertas del gran salón de ingeniería. Era un espacio de tamaño similar a un gimnasio escolar en el que los técnicos trabajaban y ejecutaban pruebas y diagnósticos.

Pocas veces lo visitaba, era quizás la zona de la comisaría menos concurrida hasta por los propios oficiales, junto a recursos humanos e informática. La iluminación estaba bastante bien y el piso algo resbaloso por el encerado de las cinco de la tarde, así que tuvo cuidado de no caerse.

Por fortuna, la puerta estaba entreabierta y puso escabullirse sin hacer mucho ruido, otro oficial llegó unos segundos detrás de él así que no se sintió tan tonto como si hubiera sido un caso aislado.

Eran unas veinte personas al interior, cinco acomodadas en un estrado frente a todas las demás, que fungían como público, escuchando atentamente lo que éstas decían. Tenían botellas de agua y una pequeña mesa con alimentos ligeros para pasar el discurso. Estaban casi a oscuras, de no ser por cuatro luces paradas en trípodes en cada esquina.

Lo que más llamó la atención de Derek fue la enorme estructura del tamaño de un tractor, cubierta con tela negra en el centro de la sala. Mientras caminaba discretamente pudo notar que eran tres de estas estatuas ocultas a la vista, las otras dos estaban ocultas en la sombra de las lámparas.

Todas las demás personas terminaron de llegar y en un santiamén fueron casi cuarenta policías sentados listos para la presentación.

De pronto se puso de pie una mujer de gran estatura, saludable piel y ojos despampanantes brillando bajo la visera, vestida con un caro traje negro y con una coleta sostenida por la gorra. Era la mismísima Lucretia Borgia, protagonista de las principales portadas de revista de la ciudad. Era la accionista mayoritaria de Industrias Borgia junto a su hermano Bruno, y juntos eran prácticamente los dueños de media ciudad.

Los hermanos Borgia y su compañía colaboraban con la policía desde tiempos inmemoriales. La empresa siempre decía estar en pro del avance y la seguridad social, por lo que a través de sus mecanismos comunitarios, otorgaban dinero y tecnología de forma seguida a los cuerpos policiales a precios relativamente bajos y accesibles, o incluso como donaciones.

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