Capítulo 15

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Capítulo 15


El tren de levitación magnética flotaba ingrávido sin resistencia alguna que mermara su inusitada velocidad. Solo el de Nueva York se le comparaba. Era un recinto frío, helado. Las personas ya no sentían el frío. Andaban todas cabizbajas sobre sus teléfonos o cerraban los ojos como si quisieran ignorar alguna incómoda realidad. Se les veía en distintos tipos, jóvenes de rimbombantes atuendos, completamente heterogéneos pero ciertamente similares en su caminar; adultos fatigados de espaldas encorvadas; hombres apretando la mandíbula con expresa frustración. Y solo unos cuantos niños mirando por la ventana el trasiego de edificios plateados quedando atrás.

No parecían darse cuenta de las cámaras que los vigilaban.

El tren de Neonópolis parecía, a los ojos de Anna López, un autobús hacia el psiquiátrico. Anna tenía la cabeza recargada en los hombres de Betty. Las dos, jóvenes universitarias de la desértica facultad de filosofía, se sostenían mutuamente en un abrazo invisible, sentadas en los cómodos pero artificiales asientos que se desplegaban a cada lado; compartían audífonos, juntas escuchaban la misma canción, una vieja melodía de guerra. Tenían las manos (curiosamente con las uñas pintadas de negro) entrelazadas una con la otra y sentían el tacto de la piel rugosa.

Anna López no quería llorar. La canción le fortalecía al igual que la compañía de Betty.

Ya había pasado un día desde la masacre en el almacén en la cual su padre, José López, había perdido la vida. Y Anna se sentía sobrepasada. Como si una piedra se le atorase en el esófago y los jugos gástricos volvieran a su boca, dejándole un sabor amargo que no se iba ni con la comida.

No había ido a reconocer el cuerpo de su padre ni pensaba hacerlo. Sabía que una patrulla le estaría esperando afuera de su departamento, así que cuando salió junto a su novia del tren y bajó las escaleras de la poblada estación, cruzó la calle y pasó frente al pequeño establecimiento de comida china que era separado por un callejón de su edificio departamental de ladrillo, agarró fuerte a Betty y trató de ignorar a los dos policías de escolta que le habían asignado.

—Su padre —le había dicho una inspectora anodina de ojos grises después de tomarle una vacía declaración— estaba rodeado de criminales peligrosos. ¿Hay algún problema en que le pongamos vigilancia?

—No —alcanzó a decir Anna López antes de cerrarle la puerta del departamento en la cara a la mujer y echarse sobre la cama. Sus gritos fueron ahogados por la almohada. Las lágrimas nunca llegaron.

Llamó a Betty y pasaron juntas la noche. Solo el sexo era capaz de reconfortar a Anna, así que cuando llegaron a la universidad estaban desveladas. Y la hija de José López se sentía más sucia y vacía que de costumbre. Terrible.

—¿Quieres que me quede hoy también? —le preguntó Betty en el umbral del edificio, tomándola de la mejilla. Mano y cara frías.

Anna negó con la cabeza y la agradeció. Eso era un no. Se abrazaron y se dieron un beso insípido antes de separarse.

Anna subió las escaleras a paso de tortuga y escuchó el eco de sus pasos en los recovecos de la subida, que nadie usaba. Ella no quería el elevador. Por Dios, olía tan mal. Apestaba a alcohol y a marihuana. De haber podido, habría usado la puerta de servicio que daba al callejón, pero este también olía a los desechos del restaurante chino. Pescado.

La joven estudiante de filosofía sacó unas llaves de su bolsillo. Se había resistido a que cambiaran el cerrojo de su habitación por una tarjeta electrónica. Le sorprendió que estaba más flojo de lo normal. ¿Acaso el hipocondríaco encargado le había puesto, al fin, aceite?

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